viernes, 17 de abril de 2009

Verdades, mentiras y falta de memoria


No es que me cueste poco perdonar a los demás. Es que tengo muy mala memoria, y se me suele olvidar el motivo de mi enfado.

En la adolescencia, adolecí, como todo adolescente. Acostumbraba a enfadarme con mi madre, y no nos hablábamos durante semanas. Al cabo de los días, me paraba a pensar y no recordaba el porqué de nuestra desavenencia, por lo cual, solía entrar en casa con una sonrisa de oreja a oreja, comportándome como si nada. Ante tal actitud mi madre no podía sino inflarse a tilas ella e inflarme a mí a collejas.

Más recientemente, discutí con una de las chicas que eligió sufrirme. La razón, que por suerte o desgracia aún puedo recordar, eran los veinte minutos de retraso con los que llegaba, yo, a nuestra cita. Pues bien, durante el careo, me preguntó si era capaz de recordar alguna vez en que ella hubiera llegado tan tarde a una cita. Traté de hacer memoria. Obviamente, no recordaba ni qué había cenado el día anterior. Le dije que sí, pero que no recordaba el día exacto, lo cual era verdad, pero no demostraba nada. Perdí la batalla dialéctica, el honor, e incluso a la chica en cuestión la empecé a perder aquella misma tarde.

La semana pasada, mi jefe me llamó a su despacho, y me preguntó si había revisado todas las instancias del mes pasado. Como un acto reflejo le contesté que sí, que por supuesto. Él argumentó que no debía de haberlo hecho, porque había recibido llamadas quejándose de la ausencia de respuesta, respuesta que, en otro orden de cosas, debía haberles proporcionado yo mismo. Mi jefe me preguntó desde cuándo llevaba sin responder a las instancias, y hube de encogerme de hombros y responder un poco convincente ¿desde marzo?. Desde entonces, mi puesto de trabajo pende de un hilo muy fino.

Con lo cual, si a veces miento, no es por culpa mía, sino por mi mala memoria.


Fotografía extraída de comohacer.eu

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