viernes, 17 de abril de 2009

Luego siempre hay hambre


El chico sin afeitar está tumbado en el sofá, con la vista ahogada en algún punto de la pared. Hace todo lo posible para no pensar pero no puede, su cabeza es una pelota viscosa compuesta de recuerdos de toda su vida, a punto de estallar. Le duelen las sienes y los párpados, y aún así no ha podido dormir durante semanas. Por la noche lo escucha todo: las peleas de gatos, los gritos de voces extranjeras, el tráfico de la M-30. De día parece sumido en el sueño que la noche le ha negado. El chico sin afeitar piensa todo esto y escucha un zumbido. Al principio cree que es su cerebro, que rechina después de tanta actividad, pero después reconoce el sonido del timbre de su casa, poco a poco más familiar.


El chico sin afeitar está preparando un bocadillo de queso ante la atenta mirada del chico de la gorra, que odia el queso. Por eso ha abierto la ventana de la cocina que da al patio y se ha asomado por ella. Un piso más abajo y enfrente, una pareja hace el amor con estruendo. El chico de la gorra ha cerrado la ventana sonriendo, y ha levantado una nubecilla de polvo.

- ¿Cuánto hace que no limpias?

- No sé.

- ¿Y tu padre?

- Limpia menos que yo.

El chico de la gorra arquea una ceja.

- Que dónde está.

- Ah. Trabajando. No vuelve hasta por la noche –el chico sin afeitar no ha desviado en ningún momento los ojos hacia su amigo, concentrado ahora en la tarea de envolver el bocadillo.

- ¿Ahora trabaja por la tarde?

- Y también por la mañana.

El chico de la gorra mira las paredes amarillas de nicotina, después a las baldosas del suelo, cubiertas de una fina capa de vaho.

- En clase los profesores han preguntado por ti, y la gente me mira a mí como pidiendo explicaciones.

- Diles que estoy enfermo, que pronto iré –el chico sin afeitar se vuelve, mirando directamente a los estupefactos ojos del chico de la gorra, que a su vez contemplan el bocadillo-. Qué pasa. Luego siempre hay hambre.


El chico sin afeitar y el chico de la gorra están sentados en el suelo, apoyados en el muro de una plaza. Un par de niños juegan sobre una estructura de madera.

-Antes nosotros no teníamos columpios así. Eran cuatro barras de hierro rojas, con dos neumáticos colgando, y nos sobraba con eso. Antes…

- Antes éramos niños y nos daba igual. Ahora somos mayores y tenemos envidia hasta de los que ahora son niños.

Era tarde, y los dos niños seguían persiguiéndose. El chico de la gorra le ofreció un porro a su amigo, el chico sin afeitar. Sólo entonces se atrevió a preguntar:

- ¿Me das un trozo del bocadillo?

- No.

El chico de la gorra siguió mirando a los dos niños. El rubio era el ladrón y el moreno el policía. El moreno, además, tenía una pistola comprada en Asia, según decía, y su compañero le estaba esperando fuera con el caballo.

- Ayer en clase debatimos en qué medida afecta la economía a las relaciones personales.

- ¿Con Ochoa?

- Sí. Que por cierto, me suspendió el último examen.

- Pues yo creo que la economía determina las relaciones personales casi definitivamente.

El chico de la gorra se asombró.

- ¿Cómo puedes pensar eso? Yo creo que el dinero no es importante para quererse.

- Claro. Para ti es muy fácil.

- Mira, con lo que yo quiero a Sandra, por muy pobres que fuésemos, ningún…

- ¿Cuánto llevas con Sandra?

- Casi un año.

- Lleváis poco. Aparte no compartís gastos, ni vivís juntos, y vuestros padres tienen pasta.

- Bueno, mi padre tampoco tiene tanta pasta. El chico sin afeitar se giró hacia su amigo.

- Para empezar, tienes asistenta, y alguien que tiene asistenta, tiene dinero. Además, tu padre trabaja de 9 a 2, y el resto del día está disfrutando. Tu madre no necesita trabajar y está todo el día en casa. Tu hermana monta a caballo los fines de semana y tú te vas con Sandra a donde quieres en cuanto hay tres días seguidos sin clase. Aparte, tu padre tiene un apartamento en la playa y lo alquila durante los meses de invierno… Si quieres sigo.

- Qué va, mi padre vendió el apartamento ese.

El chico sin afeitar abrió los ojos un poco más durante un solo instante y sonriéndose irónicamente volvió a mirar al frente. Los niños ya no estaban en el parque.

- Imagínate que tu padre fuera camarero, y trabajase 10 horas diarias. Llegaría a casa, donde estaría tu madre, que vendría de currar del Caprabo más o menos las mismas horas que él, y entre los dos ganarían la mitad del sueldo que ahora mismo tiene tu padre. Llegarían a casa y tendrían a una hija de 15 años, con todos sus pájaros en la cabeza, y a un hijo de 23 a punto de acabar la carrera. En una universidad pública, por cierto, no en una privada como estás ahora. Aunque quién sabe, igual en una pública ahora no estarías en tercero.

- Bueno, bueno…

- ¿Crees que tus padres tendrían la misma paciencia que han tenido siempre con vosotros? Es más, ¿crees que estarían bien juntos? Si ahora mismo, con la de pasta que tenéis, y tus padres no se pueden ni ver.

- Eso es verdad.

- Pues súmale callos en las manos y en los pies, no poder irse de vacaciones en años, frustración, irrealización de lo que siempre han soñado: vivir mejor. Y lo peor de todo es que es imposible salir de ese círculo… Claro, después están las posibles salidas.

- Sí, el alcohol.

- Las drogas.

- La violencia de género.

- No me digas que tu padre…

- No, no.


El silencio se apoderó de la situación. Tanto el chico sin afeitar como el chico de la gorra se sumieron en sus propios laberintos mentales. Sólo una voz quebrada y opaca los sacó de su ensimismamiento.

- Chavales, ¿no tendréis un trozo de papel de plata por ahí, no?

Una yonki se les había acercado sin hacer ruido. Vestía unas ropas no muy gastadas, pero sí algo sucias. Su pelo estaba enmarañado de forma indomable, y sus párpados caían hacia abajo inevitablemente, formando entramados de piel con las ojeras. Los labios pintados y torcidos le daban un matiz grotesco a su cara. Despedía un olor parecido al del orín, pero mezclado con otros. Al chico de la gorra le pareció que olía a perro, y al chico sin afeitar, a restos de comida y ceniza. Fue el primero quien contestó.

- No, no tenemos.

El chico sin afeitar también habló.

- Yo sí que tengo -tanto el chico de la gorra como la yonki miraron al chico sin afeitar, que sacaba el bocadillo de queso de la mochila-. Tengo este bocadillo… envuelto en un papel de plata. Vamos a hacer una cosa: yo te lo doy, y tu te vas. Y luego, cuando estés sola, decides si te fumas el chino con el papel o te comes el bocadillo. Si te comes el bocadillo, habrás dado el primer paso para salir de la mierda, si no, seguirás en ella –y le entregó el bocadillo.


El chico de la gorra le diría después a su amigo que a la mujer le faltaba el dedo corazón de la mano derecha. La yonki permaneció como en estado de shock unos instantes, y dos lágrimas rodaron por su cara y cayeron al suelo. El chico sin afeitar le confesaría más tarde a su amigo que las oyó caer y romperse contra la arena. Los dos chicos se marcharon del parque con paso lento, dejando a la mujer paralizada con el bocadillo en la mano.

- Seguro que se come el bocata y después se pone a fumar en plata… -dijo el chico de la gorra.

- O no…

Los dos amigos se fueron a cenar juntos. El chico sin afeitar prometió afeitarse al día siguiente, a condición de que el chico de la gorra tirase aquella estúpida gorra. Ambos rieron y lo pasaron bien. Cuando el chico sin afeitar llegó a casa por la noche, se metió en su habitación directamente para no despertar a su padre. Esa noche se durmió recordando otros tiempos, en los que no era él quien hacía bocadillos de queso, sino su madre, porque decía que eran más sanos que los de chorizo. Recordó cuántas veces le había ofrecido el bocadillo de todos los días antes de salir de casa diciéndole: “Luego siempre hay hambre”. Recordó muchas cosas. Recordó incluso, justo antes de coger el sueño con una sonrisa en los labios, cómo de pequeño se quedaba dormido junto a su madre, acariciando lo que quedaba del dedo corazón de su mano derecha, el dedo que perdió cuando ella aún era joven, y vivía en el pueblo…

Fotografía extraída de elpais.com

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