lunes, 11 de octubre de 2010

Sobrevivir a la espiral

Son días inciertos. Me duele el estómago aunque tengo hambre. Estoy cansado pero no tengo sueño. No me apetece fumar, y aun así enciendo otro cigarrillo. Y todo sigue el mismo ritmo contradictorio hasta el infinito. Quiero que hablemos, pero a la vez tengo miedo de escuchar lo que no quiero oír. La felicidad que me otorgan estos días contigo me la quita lo efímero de nuestros encuentros. La espiral se amplia, gira sobre sí misma y me ahogo en su interior. Me pasaría las horas tumbado a tu lado, pero me chirrían los huesos de la espalda, unos contra otros.

Son días raros los que componen mi vida, y no acabo de acostumbrarme a ello. Mi espiral giraba hacia afuera, abriéndome en canal, y me empapaba de lo que me rodeaba, aceptaba lo externo y lo hacía mío, disfrutaba con cada momento, veía con claridad. Ahora, la espiral es concéntrica, gira en torno a sí, no avanza aunque no para de rotar. Esa es mi lucha, así de abstracta es. No hay nada que destruir, nada que defender. Sólo consiste en sobrevivir, en no ahogarse en el centro movedizo, pese a ser inútil tratar de escapar de él. No se sabe por cuánto tiempo, nadie sabe nada, no hay fórmulas ni recetas. Es sólo supervivencia.

Llorar me desahogaría, pero no está permitido, porque me acercaría al centro de nuevo. Si me rindo, una fuerza demoníaca y centrífuga me abocaría al fracaso, si es que no hemos fracasado ya. Tan sólo resta esperar a encontrarse por el camino unas tijeras, encontrarse adentro el valor para usarlas. Y entonces romper esta espiral. Para que dé comienzo otra, cuyo centro sea rojo felicidad.

domingo, 18 de abril de 2010

Puzzle

La música estaba demasiado alta. Habían llegado caminando por las calles húmedas de la ciudad hasta aquel bar sin darse cuenta, el mismo bar al que, unas veces consciente, y otras, como ésta, sin querer, había acudido tantas veces con tantas otras chicas. En la vida todo se repite, una y otra vez, sólo que acaso van cambiando los actores y los escenarios, pensaba. Lo único perenne soy yo.
La chica que tenía ante él hablaba y fumaba sin parar, la última vez que le prestó atención divagaba sobre una obra de teatro que había visto la semana anterior. Lucía un escote desproporcionado, cruzaba y descruzaba las piernas a cada poco, como una gimnasta hiperactiva, y miraba a todas partes deseando ser mirada. Debe de ser la primera vez que va al teatro, se dijo él, sonriendo todo el tiempo y luchando por mantener sus ojos fijos en los de ella.
Todo se repite una y otra vez, y aquélla era la versión cutre de una cita importante, anterior. Eran la versión bochornosa de una pareja tomando algo antes de follar. Eran un hombre y una mujer fingiendo ser humanos, cuando en realidad solamente buscaban aparearse como animales. Y pensar que, para eso, antes había que aparentar cierto interés por la otra persona, parecer un hombre culto, pagar las copas, le ponía enfermo. Un halo de falsedad, de repente, se instaló entre ellos, envolviendo la mesa, las sillas, los vasos vacíos y el cenicero.

Recordó a su gran amor mientras trataba de abstraerse de la verborrea de la gimnasta teñida. La primera vez que acudió a aquel bar fue con ella. Después había vuelto una docena de veces, todas con mujeres distintas, y nunca había vuelto a ser igual. Aquella primera vez todo el bar rezumaba encanto, pero también ellos se sentían especiales, únicos, por el mero hecho de estar uno frente al otro. Los otros jóvenes que brindaban en las mesas contiguas eran simples secundarios de su película. En aquellas primeras citas, él no tenía ninguna prisa. Disfrutaba poniéndose nervioso camino del lugar acordado, afeitándose cuidadosamente antes de salir. Le escribía poemas en secreto que nunca se atrevió a mostrarle, y se sorprendía varias veces al día pensando en ella.

Pero todo acabó. Por culpa suya, o de ella, da igual. Terminó, y ya nada volvió a ser igual. Había tratado de olvidarla perdiéndose en otras mujeres, viajando con ellas a otras ciudades, buscando sus calzoncillos debajo de otras camas, pero era inútil. Aquellos escarceos no eran sino vulgares réplicas del amor original. Daba igual que la chica estudiase o trabajara, compartiera piso o viviese con sus padres, fuera interesante o un un zote -como la gimnasta-. Daba igual porque ninguna de ellas era ella y, así, él no podía ser él.

De niño le regalaron un puzzle de tres mil piezas. Tardó casi un mes en armarlo completamente, y cuando al fin lo consiguió, corrió a dec´rselo a su madre, con tan mala suerte que tropezó y las tres mil piezas volaron por los aires y se esparcieron por la moqueta verde de la habitación. Se quedó parado en medio de la tragedia. Le entraron ganas de llorar, invadido por una opaca desazón, no tanto por acabar en un segundo con lo que le había supuesto horas de dedicación, sino porque estaba seguro de que nunca volvería a poder juntar todas las piezas. Las arrojó a puñados a la caja y la escondió. En efecto, hoy el puzzle se pudría en cualquier rincón de su casa, y nunca más fue rehecho. Ahora experimentaba una sensación peligrosamente similar a aquélla.

En uno de los pocos momentos en que la mujer cerró la boca, él se excusó para ir al lavabo. Con la música amortiguada por las paredes del baño, contempló su imagen en el espejo. Sonrió con la boca torcida. Encendió un cigarrillo. Salió del baño y dirigió una mirada hacia la mesa, donde comprobó cómo la gimnasta había entablado una animada conversación con un tipo de la mesa de al lado. Abandonó el bar y echó a caminar, despacio, entre la gente.

Aunque la gimnasta hubiera merecido la pena, no se habría quedado. Él ya no era él. Aquél. Era un esfuerzo estéril tratar de recomponerse a imagen y semejanza de su pasado. Mientras caminaba hacia su casa, reprimió las ganas de llamarla en varias ocasiones, pero finalmente no pudo evitar marcar su número, sin un maldito ápice de orgullo. El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura, escuchó. Se sintió aún más miserable después de aquel intento fallido de hablar con ella, tanto que no pudo declinar el ofrecimiento de una lata de cerveza que le hizo un chino. Tarareó la misma canción una y otra vez hasta llegar a su portal, apuró de un trago la bebida y lanzó la lata calle abajo. Un gato salió corriendo de debajo de un coche, pero a nadie más parecían importarle sus ínfulas de incivismo.
Ya en casa, se descalzó y encendió la radio. Una melodía de piano calentó el salón en pocos minutos. Abrió la nevera pero no encontró nada rápido que echarse a la boca. Permaneció asomado a la ventana de la cocina durante varios minutos, hasta que de improviso se dirigió a su habitación. Tomó una silla y la colocó frente al armario. Se subió en ella y alcanzó con la mano una polvorienta caja de cartón.

Volvió al salón, abrió la caja y vertió el contenido sobre la mesa. Encendió un cigarro y se puso manos a la obra. Empezó por las esquinas, que siempre es lo más fácil.


Imagen extraída de livefilestore.com

martes, 13 de abril de 2010

Bar

Estaba claro que ya no iba a aparecer. Había pasado mucho tiempo, tenía tatuadas en el culo las hendiduras del banco de aquella calle del centro de Madrid y el semáforo de la esquina se había puesto en verde y en rojo 256 veces, alternativamente. Me levanté, estiré hacia atrás los brazos y cogí aire. Eché a caminar sin rumbo, hasta que giré a la derecha en el primer callejón, y entonces lo vi: poco iluminado, con un portero negro mate y un letrero con nombre de película antigua. Para mí era suficiente aquel antro.

Me acodé en la barra sobre el único taburete libre que encontré. Me observé lentamente en el espejo de enfrente, entre las botellas. La cara de siempre, el pelo igual toda la vida, las mismas ojeras... A punto de cumplir treinta años, sufriendo por el plantón de una tipeja a la que apenas conocía. Me ilusiono con poco. Esta vez, me había ilusionado de verdad. Me gustaba hablar con ella, tomar café, chatear, hasta empezábamos a follar bien. Había buen rollo, creí que la tenía en el bote. ¿Por qué hoy no había venido? Ni siquiera contestaba al teléfono. Así, de buenas a primeras, pasaba de mí. Las tías son imprevisibles. Y yo soy gilipollas. Me ilusiono con que me sonrían un par de veces. En este caso habían sido más de un par, también es verdad. Por eso me dejé embaucar, hasta dejé a mi novia por ella. En realidad fue así, aunque yo le dije: "Eres una persona triste", le dije. "Triste. Me pones triste". Y me fui. Y se fue todo a la mierda. Y ahora esto. Por gilipollas.

A mi espalda, instalados en unas mesas bajas retozaban alegres varias parejas. Conté hasta cinco, diseminadas por todo el bar. Localicé una especialmente curiosa. Su empalago era tal que daba vergüenza ajena. Los dos eran feos. Rozaban la treintena, pero se comportaban como adolescentes. Se percibía en sus besos, en sus gestos, que cada uno deberían de ser la primera o segunda pareja del otro a lo sumo en toda su vida.


- Frikis -murmuré mientras me giraba sobre el taburete de nuevo hacia la barra. Miré al tipo de mi derecha buscando complicidad, y encontré al borracho del bar-.
- ¿Tienes un cigarro, amigo?


*************************************************************************************


- ¿Tienes un cigarro? -dijo ella, extendiendo dos dedos fofos rematados en unas uñas de ave rapaz.
Siempre he detestado las uñas largas. ¿Qué pretenden dejándose las uñas largas? ¿Arañar, hacer daño? ¿Defenderse? ¿De qué?
- No fumo -mentí. ¿Qué cojones hago en la cama con este bicho?-. Me tengo que ir.
- ¿Tan pronto? -dijo el ser desde la cama, con una teta desproporcionada asomando desde detrás de una sábana rosa. ¿Qué he hecho? ¿Qué acabo de hacer?
- Sí, tan pronto -dije terminando de vestirme-. En realidad, es demasiado tarde.

Eran las cinco de una tarde de julio y el sol me daba en la cara con fuerza, y me hacía sudar. Había caminado varias manzanas, no conocía bien la zona y no sabía dónde me encontraba exactamente. Aún no comprendía cómo había podido ocurrir. Le había puesto los cuernos a mi novia con una tía que ni siquiera me gustaba. Después de seis años de relación, una noche, te emborrachas y hala... Todo se va a la mierda. Todo se va a la mierda y ni te has dado cuenta.

- Ponme otra -el camarero agarró el vaso ante mis ojos y se lo llevó dedicándome un gesto de desprecio-, imbécil -añadí cuando ya no me oía, y seguí tratando de recordar aquella maldita canción. Había perdido la cuenta de las copas que llevaba, y no recordaba cómo había llegado hasta aquel bar. No sabía qué hora podía ser. No sabía cómo iba a decírselo a ella. No sabía ni cómo volver a casa. Me sequé una lágrima con la manga y me giré para ver al tipo que se acababa de sentar a mi lado. No parecía mala persona. Parecía divertirse observando algo al fondo del bar. Al cabo del rato me decidí.
- ¿Tienes un cigarro, amigo?


*************************************************************************************


- Sí.
Le extendió la cajetilla abierta. El otro hombre tardo varios segundos en acertar a coger un cigarro. Al final cogió uno al que le habían arrancado una boquilla para un porro. Mientras tanto, tarareaba una canción y reía.
- ¿Tienes fuego?
- Sí.
- ¿Conoces una canción que habla de unos árboles...?
- Eh, no...
- Sí, una que dice si te vas, los árboles del parque... No recuerdo cómo sigue. Pensarás que estoy borracho. Estoy borracho. Pero no soy gilipollas.
- No lo pongo en duda.
- Yo no soy el típico borracho que te va a decir que ha estado en la cresta de la ola, que eres un tío de puta madre, y que todas las tías son unas putas. Los tíos somos más cabrones que ellas.
- Bueno... según se mire. Uno no sabe lo que piensan en ningún momento.
- ¿Y para qué quieres saber lo que piensan? ¿Para qué quieres saber lo que piensa la gente, si después comete errores y se traiciona, y cambia de parecer? ¿Qué significa saber lo que piensan?¿Te refieres a lo que piensan ahora, mañana? ¿Lo que piensan cuándo? -el hombre sobrio lo miró fijamente, pidió una copa y encendió también un cigarrillo. siguió hablando.
- Quiero saber lo que piensan. Saber cómo es una persona. Saber si es buena o mala. ¿Tú eres buena persona?
- Creo que no.
- Bueno, si piensas eso, debe ser por algún motivo. Con lo cual yo me espero lo peor de ti. Pero si de repente, no sé, esta noche me invitas a una copa, por ejemplo, pensaré que no eres es para tanto.
Ambos rieron. El hombre sobrio volvió a mirar sonriente a la pareja extraña, y el hombre ebriose palmeó los muslos y bebió.
- En serio, borracho, no creo que seas mal tipo. Pero cuando hablo de saber cómo es una persona, hablo de una línea de actuación y de pensamiento, hablo de una pauta, un hilo conductor. Una persona puede tener altibajos, puede tener días malos y buenos, pero no puede de la noche a la mañana, no sé, ser otra persona.
- Claro que sí. Claro que se puede.
- ¿Por ejemplo?
- ¿Por ejemplo? -repitió el borracho y negó con la cabeza a la oferta de unas gafas de sol con luces que le hacía un pakistaní-. Los asesinos. A uno se le va la cabeza una noche, hay una pelea en un bar, como este, y mata a otra persona. Ya es un asesino. Y un presidiario. En cuestión de segundos una cosa, y en cuestión de horas, la otra. ¿Azar? Quizá, pero tu vida ha cambiado.
- Eso son situaciones extremas. Si tu novia te dice que está embarazada, también te cambia la vida, te conviertes en otra persona. Igual que si tu padre se muere prematuramente, o tu hermana...
- Escucha. Imagínate que estás muy enamorado de tu mujer, y de repente conoces a otra persona. Antes eras, no sé, un padre ejemplar; pero ahora has conocido a una persona tan maravillosa que te acaba de cambiar la vida. Y lo ves todo de otra manera, y comienzas a ver que tu vida puede mejorar.
- ...
- Y empiezas a pensarte renunciar a ver a tu hijo todos los días a cambio de lo que te da esa mujer. Y planeas separarte...
- Para, borracho. No sigas. No me hace falta imaginarme nada.
- Entiendo.
- No, no entiendes, pero bueno, el alcohol realiza las conexiones neuronales necesarias en tu cerebro para que parezca que el universo entero está al alcance de tu comprensión.

Los dos hombres permanecieron largo tiempo en silencio, que sirvió para que el hombre sobrio no lo estuviera tanto. Finalmente se decidió a volver a hablar primero.
- No tienes razón, ¿lo sabías, borracho? -el borracho sonrió mirando al suelo-. Yo soy una buena persona. Lo sé, sé que lo soy, te mentiría si te dijera lo contrario. Fumo porros, me salto los semáforos, me hago pajas en internet, pero soy buena persona. Y si esta noche, por culpa de una pelea, de una borrachera... Es más, aunque yo cometa un error a plena luz del día y siendo plenamente consciente, seguiré siendo un buen tío.
- Pero con tus errores puedes destrozarle la vida a la gente.
- Mírame, borracho. Soy un ser humano. Con mis aciertos y con mis defectos, pero soy un humano. Me equivoco, sí, y lo siento, pero también tengo cosas muy buenas. Muy buenas. Y quiero que la gente me quiera con mis errores, y con mis aciertos. Porque así soy yo. Y si no te parece bien, yo tampoco quiero ser tu amigo. ¿Me entiendes?
- Me he tirado a una tía horrible esta noche -dijo él por toda respuesta.
- Bueno, a todos nos ha...
- Le acabo de poner los cuernos a mi novia de toda la vida, llevábamos nueve años juntos. Y he mandado a la mierda nuestra relación sin más, como el que se convierte en asesino sin querer. Ni siquiera me gustaba. Ni siquiera era una tía que mereciese la pena, la conocí una hora antes. Iba demasiado borracho... Me ha dado tiempo a que se me pasara la borrachera y a volverme a emborrachar.
- ¿Te puedo hacer una pregunta que no estás obligado a contestar?
- Claro que sí, no te voy a volver a ver en mi vida.
- ¿Ella te ha puesto los cuernos alguna vez, que tú sepas?
- No, que yo sepa.
- Imagínate que ella se folló a otro tipo hace siete años, a mí, por ejemplo -el borracho sonrió-, y no te lo contó. ¿Preferirías que te lo hubiera contado?
- Sí.
- Piénsalo bien.
El borracho se mantuvo en silencio unos instantes, soltó una carcajada y vio por el rabillo del ojo cómo su compañero de barra pedía otra copa.
- ¿Qué insinúas?
- Que la trates bien. Que la cuides. Que no vuelvas a cometer ningún error. Y que procures por todos los medios posibles que ella no se entere de lo que hiciste ayer, cueste lo que cueste. Si la has hecho feliz hasta ahora, por qué no ibas a poder seguir haciendo lo mismo de aquí en adelante.


El borracho se frotó los ojos húmedos con los puños, se excusó para ir al servicio y se perdió entre el gentío del bar, mucho mas lleno a esas horas que por la tarde. El hombre sobrio, que iba medio ebrio, esperó unos cuarenta minutos a que regresara, pagó las copas de ambos y se marchó a casa. Una hora más tarde, se quedó dormido en el sofá viendo Toy Story. Mientras, el portero negro mate tuvo que arrastrar al borracho hasta la calle, pues había perdido el sentido y lo había encontrado inconsciente abrazado a la taza del váter.



Epílogo



Al día siguiente, el hombre sobrio recibió una llamada. Su chica se excusó: se había olvidado el móvil en el trabajo y no recordaba el lugar de la cita. Él nunca se lo creyó, pero ella seguía sonriéndole, hablando con él, chateando y tomando café.


Siguieron juntos durante tres años, hasta que él la dejó por otra mejor. De repente, sin previo aviso.





Al día siguiente, el hombre ebrio despertó en su cama. No podía recordar cómo había llegado hasta allí, pero dio gracias al cielo. Sintió a su lado el cuerpo de ella. Un recuerdo fugaz de la noche anterior cruzó su mente, y reprimió una lágrima mordiéndose el labio. Permaneció mirando al techo unos segundos, el silencio tan sólo interrumpido por la leve respiración de ambos. Se acordó del hombre con el que habló en aquel antro.

Miró a la que sería su mujer durante el resto de su vida, se acercó a ella y abrazó su cintura. Ella sonrió. Dormida.
Imagen extraida de hermanocerdo.anarchyweb.org

lunes, 12 de abril de 2010

Estoy bajando por un tobogán, y abajo está la vida



Hoy es como si todo hubiese pasado hace tiempo. Me parece que todas las canciones que escucho hablan de mí, de nosotros, de ella. Echarte de menos no entraba en mis planes, leí hace poco. A mí me sucede todo lo contrario.

El sol ha salido, y siento que ya no se irá nunca. La vida me debe una primavera eterna que ha dado comienzo estos días, y si hay que llorar, que sea por el polen.

Me deleito viajando en bus, asomándome a las ventanas de los edificios que visito. Sonrío a las cajeras y a los camareros, y al escuchar los gemidos que vienen del otro lado de la pared. Dejo que la gente pase a ambos lados sin tocarme. Vivo. Casi se me había olvidado vivir.

A veces suena el teléfono; otras veces, no.

Por primera vez en demasiado tiempo me siento uno, único, yo. Y sé que ya nunca volveré a abandonarme. Mis problemas son minúsculos vistos desde detrás de un par de cañas. Mis amigos, los de verdad, siempre cabalgarán conmigo. Los otros, los de mentira, pueden seguir entrando y saliendo de mi vida como si fuera una boca de metro. Como si quieren tocar el acordeón en mis vagones, no me importa. Eso sí, ya no podéis pasar la noche en mi andén.

Son tiempos extraños, pero llenos de luz. Tiempos de ventanas abiertas, de recuerdos sin nostalgia. Son tiempos de adaptación suave a mí mismo, y al mundo.

Estoy bajando por un tobogán, y abajo está la vida.