domingo, 18 de abril de 2010

Puzzle

La música estaba demasiado alta. Habían llegado caminando por las calles húmedas de la ciudad hasta aquel bar sin darse cuenta, el mismo bar al que, unas veces consciente, y otras, como ésta, sin querer, había acudido tantas veces con tantas otras chicas. En la vida todo se repite, una y otra vez, sólo que acaso van cambiando los actores y los escenarios, pensaba. Lo único perenne soy yo.
La chica que tenía ante él hablaba y fumaba sin parar, la última vez que le prestó atención divagaba sobre una obra de teatro que había visto la semana anterior. Lucía un escote desproporcionado, cruzaba y descruzaba las piernas a cada poco, como una gimnasta hiperactiva, y miraba a todas partes deseando ser mirada. Debe de ser la primera vez que va al teatro, se dijo él, sonriendo todo el tiempo y luchando por mantener sus ojos fijos en los de ella.
Todo se repite una y otra vez, y aquélla era la versión cutre de una cita importante, anterior. Eran la versión bochornosa de una pareja tomando algo antes de follar. Eran un hombre y una mujer fingiendo ser humanos, cuando en realidad solamente buscaban aparearse como animales. Y pensar que, para eso, antes había que aparentar cierto interés por la otra persona, parecer un hombre culto, pagar las copas, le ponía enfermo. Un halo de falsedad, de repente, se instaló entre ellos, envolviendo la mesa, las sillas, los vasos vacíos y el cenicero.

Recordó a su gran amor mientras trataba de abstraerse de la verborrea de la gimnasta teñida. La primera vez que acudió a aquel bar fue con ella. Después había vuelto una docena de veces, todas con mujeres distintas, y nunca había vuelto a ser igual. Aquella primera vez todo el bar rezumaba encanto, pero también ellos se sentían especiales, únicos, por el mero hecho de estar uno frente al otro. Los otros jóvenes que brindaban en las mesas contiguas eran simples secundarios de su película. En aquellas primeras citas, él no tenía ninguna prisa. Disfrutaba poniéndose nervioso camino del lugar acordado, afeitándose cuidadosamente antes de salir. Le escribía poemas en secreto que nunca se atrevió a mostrarle, y se sorprendía varias veces al día pensando en ella.

Pero todo acabó. Por culpa suya, o de ella, da igual. Terminó, y ya nada volvió a ser igual. Había tratado de olvidarla perdiéndose en otras mujeres, viajando con ellas a otras ciudades, buscando sus calzoncillos debajo de otras camas, pero era inútil. Aquellos escarceos no eran sino vulgares réplicas del amor original. Daba igual que la chica estudiase o trabajara, compartiera piso o viviese con sus padres, fuera interesante o un un zote -como la gimnasta-. Daba igual porque ninguna de ellas era ella y, así, él no podía ser él.

De niño le regalaron un puzzle de tres mil piezas. Tardó casi un mes en armarlo completamente, y cuando al fin lo consiguió, corrió a dec´rselo a su madre, con tan mala suerte que tropezó y las tres mil piezas volaron por los aires y se esparcieron por la moqueta verde de la habitación. Se quedó parado en medio de la tragedia. Le entraron ganas de llorar, invadido por una opaca desazón, no tanto por acabar en un segundo con lo que le había supuesto horas de dedicación, sino porque estaba seguro de que nunca volvería a poder juntar todas las piezas. Las arrojó a puñados a la caja y la escondió. En efecto, hoy el puzzle se pudría en cualquier rincón de su casa, y nunca más fue rehecho. Ahora experimentaba una sensación peligrosamente similar a aquélla.

En uno de los pocos momentos en que la mujer cerró la boca, él se excusó para ir al lavabo. Con la música amortiguada por las paredes del baño, contempló su imagen en el espejo. Sonrió con la boca torcida. Encendió un cigarrillo. Salió del baño y dirigió una mirada hacia la mesa, donde comprobó cómo la gimnasta había entablado una animada conversación con un tipo de la mesa de al lado. Abandonó el bar y echó a caminar, despacio, entre la gente.

Aunque la gimnasta hubiera merecido la pena, no se habría quedado. Él ya no era él. Aquél. Era un esfuerzo estéril tratar de recomponerse a imagen y semejanza de su pasado. Mientras caminaba hacia su casa, reprimió las ganas de llamarla en varias ocasiones, pero finalmente no pudo evitar marcar su número, sin un maldito ápice de orgullo. El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura, escuchó. Se sintió aún más miserable después de aquel intento fallido de hablar con ella, tanto que no pudo declinar el ofrecimiento de una lata de cerveza que le hizo un chino. Tarareó la misma canción una y otra vez hasta llegar a su portal, apuró de un trago la bebida y lanzó la lata calle abajo. Un gato salió corriendo de debajo de un coche, pero a nadie más parecían importarle sus ínfulas de incivismo.
Ya en casa, se descalzó y encendió la radio. Una melodía de piano calentó el salón en pocos minutos. Abrió la nevera pero no encontró nada rápido que echarse a la boca. Permaneció asomado a la ventana de la cocina durante varios minutos, hasta que de improviso se dirigió a su habitación. Tomó una silla y la colocó frente al armario. Se subió en ella y alcanzó con la mano una polvorienta caja de cartón.

Volvió al salón, abrió la caja y vertió el contenido sobre la mesa. Encendió un cigarro y se puso manos a la obra. Empezó por las esquinas, que siempre es lo más fácil.


Imagen extraída de livefilestore.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me alegro de que hayas vuelto

Tristán dijo...

Yo tambien, seas quien seas...