miércoles, 29 de abril de 2009

Capítulo 68

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

Texto extraído del libro Rayuela, de Julio Cortázar.


Reproducción del cartel del 12º Festival de Cine Erótico de Barcelona.

Padre

Padre, soy pajillero, maricón y drogadicto,


bakalaero, okupa, rojo, puta y bizco.


Punki, negro y de Alcorcón.




Padre, no sé estudiar, soy pecador de la pradera,


soy un truhán, soy un señor, soy un hortera.


Y además no creo en Diós


Absolución,


absolución.




Padre, soy vago, quinqui, camarón, vasco y moraco,


contradictorio, macarrón, libre y polaco,


paranoico y desertor,


paranoico y desertor.




Padre, soy soplapollas, tengo miedo, estoy cansado,


no soy machista, ni europeo y menos, ario.


Y tampoco creo en Dios no creo en Dios no creo en Dios, no,


absolución, absolución, absolución...




Padre, no sé estudiar, soy pecador de la pradera,


soy un truhán, soy un señor, soy un hortera


y además no creo en Dios, no creo en Dios,


no creo en Dios, no creo en Dios, es lo que tengo,


absolución, absolución...





Javier Álvarez

Tengo


Tengo una faltriquera repleta de universos,

instrumentos angostos que se mueren de pena,

los cuadros sin colgar, hachís y algunos versos,

ropas que se entremezclan en un suelo de arena.


Tengo sobras de ayer, en fin, el rostro oscuro,

y la barba creciente, y el corazón menguante,

chicles por la mitad, un sujetador tuyo,

partida la ilusión, ganas de llegar tarde.


Tengo algunos amigos que no me llaman nunca,

el armario del alma, revuelto como el mar,

el sol en la ventana, ¿cuánto pesa la culpa?

Cojines por trinchera, de humano algún disfraz.


Tengo un nudo en mi voz, atado el pensamiento,

el eco de un lamento golpeando la ventana,

el cuerpo a contraluz, vacío el pensamiento,

los párpados hinchados, ¡que llegue ya mañana!


Fotografía extraída de astro-web.com

domingo, 26 de abril de 2009

Javier y Ambrosio

Como tantas mañanas, me desperté antes del alba, desvelado por los sollozos que provenían del resto de celdas. De la nuestra, nunca, durante el tiempo en que estuvimos dentro, pudo nadie escuchar un solo lamento. Al contrario, era cotidiano oírnos reír, o entonar alguna canción durante la noche, entre susurros, para no alertar a los vigilantes. Alcé los ojos y ahí estaba Ambrosio, despiojándose. Sentado sobre un extremo del camastro que compartíamos, se había quitado la camisa ajada y mataba uno a uno los piojos que iba encontrando. Con el tiempo, nos acostumbramos a la convivencia con los insectos: todos los que habitamos la 2ª galería del Penal del Puerto de Santa María a finales de los años 30 terminamos contagiados. Meses después, se extendió por toda la cárcel el piojo verde, una variedad del mismo animal, que los funcionarios trataban de neutralizar a base de zotal, hasta dejarnos la piel en carne viva. Ambrosio y yo teníamos la misma edad, aunque él parecía varios años mayor que yo. La calvicie iba apoderándose de su cabeza, y las arrugas surcaban su rostro con más profundidad que el mío. Es porque me río más que tú, solía decirme. A pesar de todo, Ambrosio seguía empeñado en despiojarse a mano. Pero, aquella mañana, había algo más en el rostro de mi camarada. Apretaba los labios fuertemente,y contraía la nariz como un jabalí, mientras acababa con los insectos poco a poco. Lo observé en silencio unos segundos, puede que un minuto completo, sin que él advirtiese que me había despertado. Los dos estábamos condenados a muerte. Cada noche fusilaban a decenas, cientos de presos políticos, como nosotros. Ahora, en la 2ª galería, las torturas habían finalizado -aunque los presos que acababan de llegar, lacerados, procedentes de otros módulos, aún gimoteaban días enteros-, pero cualquier mirada, cualquier abrazo, cualquier gesto podía ser el último.
- Buenos días, Ambrosio -dije, incorporándome.

- Buenos días -hizo un intentó por cambiar la expresión de dolor de su rostro, pero fue en vano.

- ¿Matando piojos?

- Los que se dejan.

- ¿Por eso pones esa cara?

Sólo pudo mirarme con los ojos más tristes que he visto en mi vida.


Comíamos en la misma celda, en una bandeja de hierro que contenía un caldo de verduras aguado y un amasijo de pan que rasgaba el cuerpo por dentro cuando lo ingeríamos, pero aún así esperábamos con ansia nuestra ración. Pasábamos los días en aquella celda, tan sólo nos dejaban salir una hora por las mañanas. Al cabo de pocos días, Ambrosio decidió no acompañarme al patio.

- Todavía tengo sueño -mintió.

Le costó admitir que estaba enfermo. Vivíamos en condiciones tan precarias, nos habían humillado tanto y de tantas formas, nos habían herido, nos habían condenado a muerte. Pero nosotros, Ambrosio, y yo, y los que estábamos encarcelados por motivos políticos o ideológicos, teníamos la obligación moral de no bajar los brazos, de no decaer. De no sucumbir a sus torturas, de no venirnos abajo. Y admitir que la enfermedad ha hecho mella en nosotros es el primer paso antes del final.


Ambrosio yacía en el camastro, con un jirón de mi camisa empapado en agua sobre la frente, los ojos entornados, el cuerpo ardiendo. El funcionario se acercó por el pasillo con nuestra bandeja de comida.

- ¿Ése por qué no se levanta?

- Está enfermo, y no hay plazas en la enfermería -el hombre frunció el ceño, pero depositó la comida en el suelo y se marchó. Medité unos instantes, y antes de que hubiera desaparecido, llamé de nuevo al guardia. Le ofrecí mi reloj de plata a cambio de que consiguiera una plaza para Ambrosio en la enfermería. Nunca más volví a verlo, ni a él ni al reloj.


Mi camarada solía tener pesadillas. A menudo me despertaba con sus delirios, provocados por la acuciante fiebre que lo asolaba. Yo intentaba calmarlo, y muchas veces lo conseguía. Al cabo de una semana, la boca se le llenó de llagas, y apenas podía articular sonidos inteligibles. Era evidente que teníamos que hacer algo pronto. De repente, apareció el funcionario turno con la comida. Llevaba varios días cediéndole mi ración a Ambrosio, para que se recuperase antes. Cuando el guardia asomó su bigote entre las rejas, le pedí:

- La mía y la del enfermo.

- Como siempre...

- Perdone, ¿es posible que lo vea un médico? Casi no puede hablar, tiene fiebre desde hace días, le cuesta caminar.

- Las plazas están cubiertas, no hay sitio en la enfermería.

- El doctor Sánchez está en la cuarta celda, él mismo puede echarle un vistazo.

Pero el funcionario se dio la vuelta y nos abandonó en la oscuridad. Una lágrima rodó por mi mejilla cuando escuché a mis espaldas la voz amortiguada por las llagas de Ambrosio dándome las gracias.


Una noche, mientras dormía en el suelo -le había cedido el camastro por completo a Ambrosio-, escuché cómo hablaba en sueños. Repetía el nombre de su mujer una y otra vez, y movía la cabeza de un lado a otro.

- Ambrosio -traté de calmarlo-, tranquilo. Ambrosio...

Pero aquélla fue su última pesadilla. Le cerré los ojos, lo cubrí con la manta hasta el cuello. Ninguno de los dos creíamos en dios, así que, en lugar de rezar, entoné entre llantos una de las canciones libertarias que solíamos cantar cuando éramos libres. A la mañana siguiente, como cada día, el funcionario nos trajo la comida. Antes de que pudiera hablar, el tipo escupió:

- La tuya y la del enfermo, como siempre, ¿no?

- Sí -dije instintivamente.

Y me quedé a solas, con los dos platos de comida. Y mi amigo muerto a mis espaldas.


Sé que fue ruin, mezquino, inhumano, deplorable. Digno de un enfermo. Pero la sola idea de tener doble ración de comida todos los días aumentó el plan que, involuntariamente, acababa de trazar. Cubrí a Ambrosio con la manta hasta dejar a la vista únicamente los ojos cerrados, y coloqué el paño extendido sobre la frente. Empujé el camastro hasta colocarlo al fondo de la celda, entre las sombras. Después devoré mi pan como un perro, sorbí el caldo, mastiqué con vehemencia un trozo de rábano manido. Después, entre lágrimas, hice otro tanto con la ración de Ambrosio.


Al cabo de cuatro días, la celda desprendía un fétido hedor que había llamado la atención del resto de presos. El guardia de turno, que apareció con la bandeja de comida, dio parte al Director de la prisión. Al poco, tres funcionarios acudieron con mascarillas, un cubo de agua y un pulverizador de zotal, y descubrieron a Ambrosio muerto.


Ésta, y sólo ésta, es la verdadera razón por la que me encuentro encerrado aquí, en este manicomio. Nunca podré vivir con la culpa de no haber dado, como merecía, sepultura a mi amigo, mi camarada. Mi hermano. Así sucedieron los hechos, madre, no como te ha contado la policía. Aún así, hoy termina nuestro sufrimiento, el tuyo y el mío. Y no quiero lágrimas. Acción es lo que necesita la juventud y la clase obrera.


¡Que seas feliz!


Javier


Nota de suicidio hallada junto al cuerpo sin vida del interno 216.499, en el Hospital Psiquiátrico de Madrid.


La fotografía está extraída de baixaki.com.br
El texto está inspirado en el libro Decidme cómo es un árbol, de Marcos Ana.

viernes, 24 de abril de 2009

Previsión para el fin de semana


Fin de semana: anhelo de esperanzas,

retablo amarillento, verdes ojos,

reencuentros, un estadio blanco y rojo,

una acuarela azul que se desangra.


Fin de semana: pobreza, y el exilio

de estar solo en casa con mis temores,

bajar a por tabaco, comprar flores,

regalarlas a aquél que pida auxilio.


Fin de semana: andanzas tan ajenas,

que sin ser mentira, no son ciertas;

accedan al redil, que se diviertan,

taquilla bajo el sol, reloj de arena.


Fin de semana: domingo por la tarde,

cansancio en el salón, y la cocina

llena de platos, sucios de rutina.

La radio va durmiéndome. Cobarde.

Somos


Soy un ave rapaz, un mechero
con la piedra gastada, un reloj
que tiene atrasado el minutero,
y que nunca me marca las dos.

Eres un vendaval, unos labios
hechiceros, un ángel de bronce,
un te quise, un no sé, un calendario
con los meses cambiados de orden.

Soy un álbum de fotos marchito,
un papel al final del cajón,
una cuenta hacia atrás, soy un grito,
soy un gato estirándose al sol.

Eres un malabar, un acierto
del azar, una mancha rojiza,
un dibujo eterno, un libro abierto,
un color, un pincel, una tiza.


Soy un triste final, un no puedo,
un no arrastres los pies, un quizás,
un Dalí aburrido en el museo,
un Quijote a punto de llorar.

Eres un manantial, una siesta
a deshora, un colapso de paz,
un hurón, una noche perfecta,
un recuerdo, una gorra, un lunar.


Soy un loco de atar, el payaso
asesino de tu levedad,
el truhán que no teme a la muerte,
sobre todo, porque ha muerto ya.

Eres luz, olor a hogar, sonrisa
en mi boca, pienso al despertar
cuando la camarera me avisa:
a la calle, vamos a cerrar.
Fotografía extraída de tardesgrises.wordpress.com

jueves, 23 de abril de 2009

Bienvenido


Las paredes de piedra y acero
te dijeron adiós. Te reciben
entre ayes tu madre y el cielo,
y tu vida, y también quien escribe.

Y tus ojos, una chispa viva;
y tu piel, con un suave moreno;
pantalones rotos, y camisa;
y jirones de oro por el pelo.

Y te metes de lleno en las luces
de Madrid. Y, cómo pasa el tiempo,
¿no fue ayer cuando fuiste de bruces
contra el suelo oscuro del talego?,

¿no fue ayer cuando mandabas cartas,
y con ellas decías te quiero?
Pero es hoy cuando más hace falta
olvidar lo que hiciste. En el tiempo

que pasaste lejos de nosotros,
con tu voz se meclaba el silencio,
y tu ausencia eran tres platos rotos
resonando en el eco de un templo.

Nada tiene de qué arrepentirse
el que llora y sufre su condena:
si no, no habrá valido la pena
entre cuatro paredes morirse.

Fotografía extraída de blog.pucp.edu.pe

martes, 21 de abril de 2009

J y N

De la noche a la mañana, me independicé. El primer fin de semana, me lo pasé bebiendo y vomitando a partes iguales. Por eso, no fue hasta el lunes cuando tomé consciencia de mi nueva situación. Sonó el despertador, abrí los ojos, y todo a mi alrededor era nuevo: mi cama, los muebles -cuando me mudé, ni siquiera había-, el olor de la casa. La ducha, las neveras, la ruta hasta el trabajo. La ausencia de mi madre. Mis compañeros.

Huyendo de Chávez se topó con la crisis mundial; al igual que yo, huyendo de la dependencia materna, me topé con él. J llegó con la maleta llena de deseos, la cabeza repleta de dudas, y el corazón hasta arriba de sueños. Deambuló por Madrid, imagino que se dejó devorar por ella como todos hemos hecho. Conoció el metro, El Retiro, las aceras, los bares. Y no creo que tardase demasiado en camuflarse entre el resto del mosaico de la ciudad. Al fin y al cabo, ¿quién puede ser, hoy, diferente? Un buen día, vio un anuncio en el periódico, se alquila habitación, y desde entonces, vive con N.


Conozco a N desde hace varios años. Tiene la voz ronca, y quizá sea la única parte áspera de su ser a la que le permite comportarse así. Al resto, trata de imponerle una ley de regaliz dulce. Es un animal nocturno, que se esconde del sol bajo unas gafas grandes, un sombrero a cuadros, o unos tirantes. El mañana no existe, la vida es una sucesión de días que nos mecen hasta el siguiente, y N siempre vive en el hoy. A veces, llega a casa por la mañana, transformado, y tira por la ventana lo que no le gusta de la casa, y de él mismo. Al día siguiente se despierta curado, y J y yo lo recibimos abiertos de brazos.


Por si fuera poco, ahí fui a entrar yo. Un poco asustado, pero libre al fin. Me fui haciendo a nuestras nuevas costumbres: el armario roto del pasillo, la música de N por las mañanas, el acento de J y las exóticas palabras que utiliza. El olor permanente a marihuana, la bici aplastada contra el tendedero. La caldera renqueante, la x box -qué pronto nos acostumbramos a lo bueno-, las fiestas en el salón. El portero, las nuevas vistas desde la ventana, los sonidos de los vecinos, distintos a los que escuchaba desde la casa de mi madre. Me acostumbré a todo esto, y a más.


Quizá es a mí mismo a lo que más tardo en habituarme. Que dos hombres te abran las puertas de su casa, facilita mucho las cosas.


Gracias.

ATM-NUM: Banega, el último indio del Manzanares

Como los miembros de un viejo matrimonio, ya conocemos nuestras brillantes virtudes y nuestros tediosos defectos. Por ejemplo, yo me siento a ver un partido del Atleti como si al llegar a casa, me esperase mi mujer, tras 25 años casados: sé lo que me tiene preparado para cenar -lo de siempre-, sólo falta por saber si se le quemará en el horno o no. Y durante más de una hora estuvo oliendo a chamusquina en el Vicente Calderón. Hasta que apareció Banega.

Ese chico, que visto desde las gradas no parece tener un físico portentoso, ni una velocidad pasmosa -ni siquiera es guapo, se jactó una chica sentada varias filas más abajo, cuando Abel recurrió a él como se acuerda uno de su madre cuando desoye sus consejos y la caga-. Pero entró en el campo a los 55 minutos, con su cara de indio, y puso patas arriba lo que había sobre el césped, que era bien poco. La primera parte había sido un acoso tenue del Atleti, que rondaba el área numantina como un adolescente enamoradizo el portal de la chica que le gusta: sin atreverse a entrar. Cuando estuvo más cerca, el portero se encargó de neutralizar los ataques, e incluso uno de los defensores sacó una pelota de gol bajo palos tras un córner. Como digo, la película nos la conocemos: el Kun sigue a lo suyo -¿por qué algunos futbolistas sufren un extraño síndrome que transforma su apariencia hasta convertirlos en sucedáneo de modelos que pasean por el campo y ponen posturitas? Le está pasando al Kun, le pasó a Luis García, Guti nació así-. Forlán también iba a su bola, pero éste es otro tipo de jugador, creo. Él persiste hasta lograr el premio del gol, tiró a puerta entre siete y diez veces para conseguir un tanto en el último disparo que ejecutó. Eso es perseverancia. Era el dos a cero, y los fantasmas se alejaban. La defensa apenas se veía inquietada, y ese fue el peor error del Numancia, porque, como está demostrado, si al Atleti se le apunta, se le acaba dando. O se acaba dando él mismo. Pero una defensa sin Seitardis, ni Pablo, ni Pernía, no da juego. No hay color. Cuando juegan estos tres, la zaga rojiblanca se asemeja más al plató de una función de variedades: Seitaridis ha elegido el fútbol, pero podía haber sido el sucesor de Buster Keaton y Charlot, con sus tropezones y sus autogoles; Pablo me recuerda inevitablemente a Jaime de Marichalar -eso sí, antes del jamacuco-; mientras que Pernía es algo así como el Pepe Viyuela del fútbol, pero no el que sale ahora en Aída, sino el que se quedaba enganchado en sillas plegables y escaleras.


El tres a cero lo puso Simão -el pequeñito que flota por la banda izquierda-, desde la frontal y tras tocar en un defensa. Tres goles, tres puntos, y a tres puntos de la Champions. Pero la afición ve los partidos de su equipo como mi madre mi expediente académico. La confianza escasea, y no por el calendario -porque lo peor ya ha pasado, y demasiado bien hemos terminado-, sino por la capacidad del equipo para morderse su propia lengua al comerse a su presa.


Fotografías extraídas de eurosport.yahoo.com, alicantevivo.org, blogys.net, as.com, elmundo.es y goal.com.

viernes, 17 de abril de 2009

Pequeña carta al mundo

Los dientes de una ballesta
me tienen clavado el vuelo.

Tengo el alma desgarrada
de tirar, pero no puedo
arrancarme estos cerrojos
que me atraviesan el pecho.

Siete mil doscientas veces
la luna cruzó mi cielo
y otras tantas, la dorada
libertad cruzó mi sueño.
El Sol me hace crecer flores,
¿para qué, si estéril veo
que entre los muros mi sangre
se me deshoja en silencio?

No sabéis lo que es un hombre,
sangrando y roto, en un cepo.
Si lo supieseis vendrías
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
con el corazón deshecho,
enarbolando los puños
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo;
de nieve, a mis camaradas
entre sus cadenas muertos…
recoged nuestras banderas,
nuestro dolor, nuestro sueño,
los nombres que en las paredes
con dulce amor grabaremos.
Y si no nos cerráis los ojos
¡dejadnos los muros dentro!
que se pudran con el polvo
de nuestra carne y no puedan
ser nuevas tumbas de presos.
No sabéis lo que es un hombre
sangrando y roto, en un cepo.
Si lo supierais vendríais,
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo
buscad en las soledades
del muro mi testamento:
al mundo le dejo todo,
lo que tengo y lo que siento,
lo que he sido entre los míos,
lo que soy, lo que sostengo:
una bandera sin llanto,
un amor, algunos versos…
y en las piedras lacerantes
de este patio gris, desierto,
mi grito, como una estatua
terrible y roja, en el centro.

Marcos Ana
Fotografía extraída de skatergorix.wordpress.com

Una pareja perdida

Iban los dos vestidos con descaro
—minifalda, melenas—

cogidos de la mano,

tan jóvenes que casi daban miedo,

tan absortos en un cero

que, aunque no se veían, les unía absolutos

algo fieramente puro.

Iban a cualquier parte cogidos de la mano.

Se amaban sin tristeza,

ni alegría, ni nada.

Y a veces se miraban, pero no se veían.

Y luego se sentaban en un banco cualquiera.

Pero no se veían.

Ella era muy bonita; parecía aturdida;

él, feroz y esmirriado.

No hablaban. No tenían ya nada que decirse.

Ya no se deseaban.

Pero seguían juntos, cogidos de la mano,

frente a algo que espantaba.


Mientras el transistor seguía sonando.


Gabriel Celaya

Fotografía extrañida de psicocenter.es

Walking Around


"Sucede que me canso de ser hombre,
sucede que me canso de mi piel y de mi cara,
sucede que se me ha alegrado el día -¡coño!-
al ver al sol secándose en tu ventana tus bragas"

Extremoduro

Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.

Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.

Pablo Neruda

La fotografía está extraída de mytropicalescape.com

Mi Gran Hermano


Es una lástima que las mejores ideas, con frecuencia acaban perdiendo su esencia y sucumbiendo al poder de contentar a la masa. Ocurrió con la televisión, y a la vista está. Ocurrió también con Gran Hermano. Actualmente es una bazofia de programa, no exiten calificativos que alcancen a abarcar semejante atentado contra los derechos fundamentales de la salud mental. Pero pudo haber sido la hostia. Los guionistas se dedicaron a juntar frikis. Y claro, salió lo que salió. Bueno, eso fue al principio, después directamente metían gilipollas. Qué gran idea desperdiciada.


Yo hubiera metido diez cerebros en aquella casa. Hubiera juntado a los diez mejores hombres del planeta, y los hubiera puesto a pensar. Evidentemente, surgiría la pregunta: ¿quienes son los diez hombres más inteligentes del planeta?, ¿a quiénes merecería la pena obligar a convivir?, ¿cuál sería el resultado de mezclar, en el mismo puchero, a Einstein, Cortázar, Mahatma Gandhi, Bob Marley y el Ché?

Evidentemente son supuestos absurdos, pero si yo tuviese que poner en marcha un Gran Hermao en España, es decir, que el requisito fundamental fuese que los participantes hablasen español, mis elegidos serían:

1 José Saramago
2 Antonio Gala
3 Robe Iniesta
4 Antonio Escohotado
5 Julio Anguita
6 Eduard Punset
7 Marcos Ana
8 Andrés Calamaro
9 El Gran Wyoming
10 Joaquín Sabina

Y a ver qué salía...

Y lo presentarían Angy Fernández y Michelle Jenner.

Fotografía extraída de plastico.tv

¿Cómo?


Como un viaje atrás en el tiempo, en el que sé que no debo tocar nada para no alterar el futuro.

Como una foto de carné antigua que, al mirarla me hace sonreír, pero a la vez me recuerda que nunca más volveré a ser tan joven.

Como un emigrante que vuelve a su ciudad y lo encuentra todo cambiado, a mejor, pero sin haber podido ayudar en nada.

Como un poeta que descubre su verso más fresco en un poema antiguo.

Fotografía extraída de matematicasypoesia.com.es

Cama


Cama, océano a cuatro patas.
Mujer de proa y popa, alejándose del tiempo,
saliendo mar adentro.

Escarba, el cuerpo es una rampa,
un tobogán y abajo el alma, siempre tan plegada,
el aire de tu boca la levanta.

Nada más dulce que verte dormida,
sólo es más dulce ver cómo despiertas,
tu cuerpo es la luz de las espigas,
ojalá no me hubiese dado cuenta.
Agárrate a mi cuello, que hay mucha distancia
entre la cama y el suelo.

Cama, y tu piel de ambulancia,
y el botiquín de tus poros,
y la ventaja de no ver amanecer con las persianas bajadas.

Es más fácil pensar que no te vas,
te necesito y no lo digo, y ya dependo de tus gestos,
estás tan cerca como lejos el universo.

Nada más dulce que verte dormida,
sólo es más dulce ver cómo despiertas,
tu cuerpo es la luz de las espigas,
ojalá no me hubiese dado cuenta.
Agárrate a mi cuello, que hay mucha distancia

entre la cama y el suelo.

Paco Bello.

Fotografía extraída de asesordebolsa.blogia.com

Todo esto


Apretaré los dientes hasta oír el chasquido. Repetiré los mismos errores -como símbolo de mi personalidad, si queréis-, vaciaré los lacrimales con saña sobre tu recuerdo, a pesar de que no es necesario, hoy, recurrir a él. Me debatiré entre dos suertes, maldeciré a quien fui y en quien me convertiré.

Patalearé colgado de un cable en la plaza mayor, esquivaré los tomates sobre el escenario de tus faldas. Me pondré un calcetín de cada color, los pantalones rotos. Gritaré en el autobús ¡me llamo Noviembre! Anudaré a la corbata de mi jefe una flor blanca de fieltro. Quemaré los ordenadores de la oficina en tu honor. Me desharé del disfraz de conejo, hasta estaría dispuesto a utilizar aquel estúpido traje de hombre que se apolilla en un cajón de mi pasado.

Pondré en un altar el teléfono a la hora convenida. Me alimentaré de tierra, como los habitantes de Manderley. Delinquiré como el Vaquilla. Viviré varias vidas, como la Ana de Médem, eso sí, a cuál peor. Me quitaré la sudadera y advertiré una mancha de vino, o sangre, y todo el bar reirá un chiste que no entiende, mientras diserto en el lavabo con la imagen del espejo.

Todo esto haría por ti.

Fotografía extraída de demilapola.blogspot.es

Caballero andante (¡no me dejéis así!)


¿Acaso no has visto el cartel?:

"Prohibida la entrada de ranas".

Y el cerebro se me empieza a deshacer,

pero yo no estoy loco, -¡que yo no estoy loca!-,

que yo no estoy loco.

Y ahora, ¿a qué vamos a jugar?


Sueño de aroma, y luego... nada;

andrajos, rencor, filosofía.

Roto en tu espejo tu mejor idilio,

y ya de espaldas a la vida,

es tu oración de la mañana:

¡Oh!, ¡para ser ahorcado, hermoso día! (1)


Salgo de cero; lo primero, el frío y el calor.

Luego me dejo llevar.

Salgo de cero, a ver si entiendo la vida mejor,

luego me estudio cada sensación.

Salgo de cero; lo primero aprender a volar.

Luego me dejo caer.

Salgo de cero, y voy dejando todo tan atrás

que hoy no me vale la ropa de ayer.


Cuando no hay nada que hacer,

yo puedo ser, con rocín flaco y galgo corredor.

Cuando no hay nada que hacer,

vuelvo a empezar: soy Don Quijote,

y el molino -¿dónde está?


Dejo de ser con rocín flaco y galgo corredor;

cuando no hay nada que hacer puedo elegir

¡Paso de todo! ¡Quieto, jabalí!

Ni tú, ni yo, ni perro que nos ladre,

ni el calor del sol.


Hoy morirán hojas y animales,

más no morirán para siempre.

Y en su transformación de mañana

darán con más calor,

a la tierra de su muerte,

pasado mañana, brotes de esperanza.


¡Y yo no he muerto!.

Si tengo frío, me caliento.

Si tengo miedo -que no lo tengo-

susurro y pienso, y para mañana,

ya me he comidomi pequeña ración de esperanza. (2)


(1) Extraído del libro "Las soledades del muro", de Marcos Ana.

(2) Extraído del poema "Una sola puerta abierta", de Manolillo Chinato.

Reproducción de "El Día Siguiente", de Eduard Munch.

Días


"Sin patria ni bandera, ahora vivo a mi manera,

y es que me siento extranjero fuera de tus agujeros.

En mi carné de identidad, tu culo es mi localidad

miente el destino para hacer que no te vuelva a ver."


Extremoduro


Hoy me recibe la mañana del domingo con platos sucios, calor y ausencia de nubes. Ayer, el teléfono se pudrió esperando sonar, y yo pergeñé mi futuro inmediato avistando sombras en la acera desde la ventana del salón.

Ayer me encontraba subido a bordo de un tren en marcha, rodeado de gente extraña, y miraba por la ventanilla las luces de la ciudad que dejaba atrás. Hoy, sin embargo, parece que me hallo en la plaza de mi pueblo, y el sol me sonríe, y la bici me susurra cosas feas.

Hoy el día es una piscina de agua tibia; ayer fue una caída libre por un tobogán lleno de clavos. Mañana será un lunes más, con gafas y bigote, y un pañuelo arrugado en el bolsillo. Pasado mañana será martes, que no es otra cosa que un lunes repetido. En el trabajo trataré de parecer un ser humano, y la semana me mecerá de un día a otro, hasta el próximo fin de semana.

Eso sí, espero no encontrar revelaciones en los lavabos esta vez.

La fotografía está extraída de utic.edu.py

De noche





"Ya hemos tocado el fondo del retrete... y ahora sólo hay que escarbar en la loza"
Juan Manuel Ruiz


Hay fines de semana en que me empeño en autodestruirme. Bebo y lloro, vomito y grito tu nombre. Creo que hasta ayer, no sabía por qué lo hacía, no alcanzaba a compender por qué tanta insistencia en perder la lucidez, la vergüenza y, por qué no decirlo, incluso la consciencia. Pero ayer volvió a pasar. Sí, ya lo sé. La última vez que pisé una discoteca me juré no volver a hacerlo, pero huyendo de las procesiones, los recuerdos mortificantes y de mí mismo, que también tengo lo mío, allí me encontraba de nuevo, entre Umas Thurman, Alaskas y Johnnys Depp fotocopiados.

En efecto, el alcohol no avisa. Por lo menos, a mí. A lo mejor es falta de comunicación entre nosotros. Sería más educado por su parte que, un suponer, al cuarto cubata, me susurrase te estás pasando; al quinto me dijese deja de beber; y al sexto me arrebatase el vaso de la mano y me gritase cruzado de brazos mírate al espejo. Pero no, es un traidor, ataca de golpe, me descarga la batería en cuestión de segundos. Estaba hablando tranquilamente, y de pronto lo noté llegar. Un sudor frío me bañó la frente, y las rodillas me temblaron. Hice rápidos cálculos (porque no sé si será a mí sólo, pero en estos lances, a pesar de quedar físicamente anulado, mi cerebro rige con toda lucidez): el abrigo está en el ropero, no me da tiempo a cogerlo y salir del garito; mis amigos están hablando con unos tipos que parecen sacados de la película El Cristal Oscuro y las posibilidade de que me ayuden son muy escasas; el baño está muy cerca, y no parece haber mucha gente.

Así que, tomada la decisión, encaminé mis nada ortodoxos pasos hacia los aseos. Como había aventurado, no hube de esperar demasiado hasta que uno de ellos se vació, y una vez me hallé dentro y hube cerrado a mis espaldas la puerta, dejé que mis rodillas se doblasen y mi cuerpo se derrumbara sobre el charco pestilente en que se había convertido el suelo a aquella hora de la madrugada.

Y fue precisamente en ese instante cuando ocurrió. Recostado contra la puerta, las piernas abiertas como un paréntesis que encerraba la taza del váter, un charquito de vómito marrón a mi derecha sobre el gran charco amarillento, los ojos vidriosos clavados en la cisterna. No se puede caer más bajo, pensé. Recuerdo que sonreí, ya digo que no dejé de ser consciente de lo que ocurría. En ese momento comprendí por qué lo hacía, por qué dejaba que mi vida se desplomara ladera abajo mientras yo hacía la foto desde arriba. Lo hacía como una maniobra de distracción, como el que se pellizca un brazo para olvidar que le duele el estómago. Mientras me mantenía ocupado vomitando por los lavabos de medio Madrid, olvidaba el verdadero motivo de m tristeza. Y, si me veía como a un auténtico desgraciado, en el fondo pensaba que me lo merecía. Y si después necesitaba animarme, pensaba que, cuando no puedes caer más bajo, cuando lo has perdido todo, cuando tu tiempo ha acabado y además piensas que lo tienes merecido; cuando estás lleno de mierda -o de orina-, algo te dota de cierto poder. De una fuerza inusitada que sale de adentro, quizá producto de una fusión con la parte más sucia, esencial y escondida de ti mismo.

Después pasaron varias cosas: un portero consiguió entrar en el baño (a duras penas, ya que al encontrame yo apoyado contra la puerta, la tarea fue bastante ardua) y, tras una breve conversación que no acierto a reproducir con exactitud, en la cual salió a relucir mi madre, consiguió el empleado de la discoteca vencer sus prejuicios y recoger del suelo mi maltrecho cuerpo semi inerte empapado en orín. Sujetándome entre sus manazas, me sacó del lugar (para lo cual hube de subir tres tramos de escaleras y cruzarme con decenas de personas, para vergüenza mía y entretenimiento de ellas, pese a tratar de esconder la cabeza como los presidiarios al entrar al juzgado) y me sentó en un portal. Para mi sorpresa, el sujeto me preguntó si tenía algo en el ropero, a lo cual yo contesté tendiéndole el ticket. En cinco minutos, me hubo subido la chupa, y no sólo eso, sino que me la puso por los hombros en un gesto que le honrará toda su vida. No sé si ahora el gremio pasa más controles de calidad, si realmente no era un portero sino mi ángel de la guarda, o si simplemente le di pena, pero lo único que le faltó fue buscarme un taxi, cosa que tuve que hacer yo mismo.

Al llegar a casa volví a vomitar, y como no había nadie que me pudiera oír, también lloré, repetí tu nombre y dejé que resonara en el eco del baño hasta que me quedé dormido.

La fotografía está extraída de telefonca.net

Te juzgarán sólo por tus errores (yo no)


Su herida golpead de vez en cuando;
no dejadla jamás que cicatrice:
que arroje sangre fresca a su dolor,
y eterno viva en su raíz el llanto.
Si se arranca a volar, gritadle a voces su culpa:
¡qué recuerde!
Si en su palabra crecen flores, nuevamente,
arrojad pellas de barro oscuro al rostro;
pisad su savia roja.
Talad, talad. que no descuelle el corazón
de música oprimida.

Si hay un hombre que tiene el corazón de viento,
llenádselo de piedras y hundidle la rodilla sobre el pecho.
(Pero hay que tajar noche
- tajos de luz- para llegar al Alba
y acuchillar los muros de las heridas altas
y ametrallar las sombras con la vida
en las manos sin paz, amartillada).

Tengo más vidas que un gato:
me muero siempre, y me mato
un poco cada vez que muere
cualquiera de mis hermanos:
la hierba, ratones,
las tías, los gitanos,
los peces, los pájaros,
los invertebrados,
las moscas, los niños,
los perros, los gatos,
la gente, el ganado,
los piojos que mato,
los bichos salvajes,
los domesticados,
y que pena, si mueres, de los pobres gusanos.
Tú, arranca: yo oigo gritar a las flores.
Allá tú con tu conciencia,
yo soy cada día más malo;
estoy perdiendo la paciencia.
Tú, arranca, yo aprendo como aguilucho.
Vuelo a un mundo imaginario…
(No puedo seguir: escucho
los pasos del funcionario).
Extremoduro

Las estrofas en cursiva están extraídasdel libro “Las soledades del muro”, de Marcos Ana.

La fotografía de Marcos Ana está extraída de lamemoriaviva.files.wordpress.com

Dejar pasar la vida


Dejar pasar la vida. Al menos, dejar pasar la parte de la vida que carece de sustancia. Es como las horas previas al partido, o los anuncios antes de nuestro programa favorito: consiste en llenar el tiempo con actividades físicas o mentales hasta que llegue la hora H.


Lo único malo es que últimamente hay pocas horas H.

En estas cavilaciones me hallaba cuando se paró ante mí una niña con dos coletas. Me miraba como si no hubiera visto a otro ser humano en años. Se había detenido ante mí, y no movía un músculo, como si de una variante de escondite inglés desconocida por mí se tratara.

Sonreí. Ella frunció el ceño. Presa del temor por parecer un pederasta, miré al suelo. Recompuse el gesto, pensé no te dejes amedrentar por una niña de 7 años.

- ¿Qué pasa?
- Nada.

Y continuó mirándome con la misma expresión, quizá incluso más acentuada, de entre sorpresa y pánico. Reparé entonces en sus pendientes, dorados, de señora. Los habrá robado, pensé. Volví a hablar.

- ¿Por qué me miras así?
- ¿Qué pasa?, ¿no puedo?
- Es un poco molesto.
- ¿Quieres una ramita de yerbabuena?
- ¿Qué?

Me percaté en ese instante de que no había nadie más en el parque. Tan solo la niña y yo. Comenzaba a hacerse de noche. Una ráfaga de aire inundó mis ojos de arena. Me los froté maldiciendo mientras escuchaba las risas de mi pequeña interlocutora. Cuando volví a abrirlos de nuevo, me encontraba solo.

Miré detrás del banco, y tras unos arbustos cercanos. La espesa niebla me impedía ver con facilidad, y hube de dirigirme al centro del parque, donde se hallaban los columpios. Había una estructura de madera con forma cúbica de la que pendían tres sogas. Pensé que la industria de los columpios se estaba yendo a pique irremediablemente, me encogí de hombros, apuré de una calada lo que me estaba fumando, y encaminé mis pasos fuera del parque. Justo en la entrada, una anciana fumaba un ducados apoyada sobre el muro. Clavó sus ojos en mí desde que entré en su campo de visión. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó. Creí que planeaba pedirme uno cuando llegase a su altura. En lugar de eso, me sostuvo la mirada impertérrita. No pude reprimirme.

- ¿Qué pasa?
- Nada.
- ¿Por qué me miras así?
- ¿Qué pasa?, ¿no puedo?
- Vaya parque de locos.

Ya le había dado la espalda cuando escuché, por segunda vez en la tarde, el mismo ofrecimiento.

- ¿Quieres una ramita de yerbabuena?

Me di la vuelta sobresaltado y comprobé cómo la anciana me miraba con una sonrisa carente de algunos dientes y, por consiguiente, de belleza plástica alguna.

- Ajá. Ahora lo entiendo -me acerqué a ella-. La niña es su nieta.
- ¿Perdón?
- La niña, la niña de las coletas. Es su nieta, ¿no?

Pero la pregunta sobraba. Reconocí en las orejas de la anciana los mismos pendientes dorados que llevaba puestos la niña.

- Yo no he visto ninguna niña -retrocedí un paso y entonces, una mano huesuda surgió bajo sus vestiduras y asió con una fuerza desmesurada mi antebrazo-.

Comencé a forcejear y caí sobre un seto del parque. Me llevé la mano a las costillas, pues había caído sobre un armatoste, del que salía toda la niebla del parque. Era algo parecido a las máquinas de los megatrones de las discotecas, pero al ralentí.

Me puse en pie, sacudí mis ropas, y miré en derredor. Donde antes estaba la vieja, ahora se encontraba la niña. Me acerqué a ella despacio.

- ¿Quieres una ramita..?

No pudo continuar del sopapo que le arreé. La cogí por una de las coletas.

- ¿Dónde está?
- Ayyy. Auu, auuu, me haces daño.
- ¿Dónde está? -insistí con voz cansada.
- Ayy, ayy, para. En aquel cubo.

Con la niña aún agarrada del pelo, fui hacia los cubos de basura que me había indicado. Abrí uno de ellos y allí estaba la vieja, agazapada en su interior.

- Sal.
- Ay, Tristán...
- Sal, te he dicho.

La mujer salió del cubo de basura no sin dificultades. Una vez fuera, me miró con ojos alicaídos.

- Tristán, yo...
- Ni Tristán ni leches, mamá. ¿se puede saber quién es esta niña?
- La... la hija de la Conchi.
- ¿Y es necesario que montes este paripé, con la niña, el aparato de niebla, el maquillaje que te has puesto...? Porque es maquillaje, espero.
- Sí, sí...
- Y todo esto, déjame adivinarlo... ¿es para decirme que no deje la vida pasar? O sea, ¿la performance de la vieja y la niña que en realidad son la misma persona, es una metáfora para que reflexione sobre el sentido que le estoy dando a mi vida? ¿Para que no fume porros los viernes por la tarde?

Mi madre asintió mirando al suelo.

- ¿Me puedo ir ya? -dijo la niña, todavía asida por mí, mientras pataleaba en el aire.
- Sí -dije soltándola-. En cuanto a ti, mamá... creo que tienes demasiado tiempo libre.

Desde entones, todos los viernes, santos o no, voy a comer a su casa, y por la tarde, jugamos al ajedrez.

Fotografía extraída de fisterra.com

Luego siempre hay hambre


El chico sin afeitar está tumbado en el sofá, con la vista ahogada en algún punto de la pared. Hace todo lo posible para no pensar pero no puede, su cabeza es una pelota viscosa compuesta de recuerdos de toda su vida, a punto de estallar. Le duelen las sienes y los párpados, y aún así no ha podido dormir durante semanas. Por la noche lo escucha todo: las peleas de gatos, los gritos de voces extranjeras, el tráfico de la M-30. De día parece sumido en el sueño que la noche le ha negado. El chico sin afeitar piensa todo esto y escucha un zumbido. Al principio cree que es su cerebro, que rechina después de tanta actividad, pero después reconoce el sonido del timbre de su casa, poco a poco más familiar.


El chico sin afeitar está preparando un bocadillo de queso ante la atenta mirada del chico de la gorra, que odia el queso. Por eso ha abierto la ventana de la cocina que da al patio y se ha asomado por ella. Un piso más abajo y enfrente, una pareja hace el amor con estruendo. El chico de la gorra ha cerrado la ventana sonriendo, y ha levantado una nubecilla de polvo.

- ¿Cuánto hace que no limpias?

- No sé.

- ¿Y tu padre?

- Limpia menos que yo.

El chico de la gorra arquea una ceja.

- Que dónde está.

- Ah. Trabajando. No vuelve hasta por la noche –el chico sin afeitar no ha desviado en ningún momento los ojos hacia su amigo, concentrado ahora en la tarea de envolver el bocadillo.

- ¿Ahora trabaja por la tarde?

- Y también por la mañana.

El chico de la gorra mira las paredes amarillas de nicotina, después a las baldosas del suelo, cubiertas de una fina capa de vaho.

- En clase los profesores han preguntado por ti, y la gente me mira a mí como pidiendo explicaciones.

- Diles que estoy enfermo, que pronto iré –el chico sin afeitar se vuelve, mirando directamente a los estupefactos ojos del chico de la gorra, que a su vez contemplan el bocadillo-. Qué pasa. Luego siempre hay hambre.


El chico sin afeitar y el chico de la gorra están sentados en el suelo, apoyados en el muro de una plaza. Un par de niños juegan sobre una estructura de madera.

-Antes nosotros no teníamos columpios así. Eran cuatro barras de hierro rojas, con dos neumáticos colgando, y nos sobraba con eso. Antes…

- Antes éramos niños y nos daba igual. Ahora somos mayores y tenemos envidia hasta de los que ahora son niños.

Era tarde, y los dos niños seguían persiguiéndose. El chico de la gorra le ofreció un porro a su amigo, el chico sin afeitar. Sólo entonces se atrevió a preguntar:

- ¿Me das un trozo del bocadillo?

- No.

El chico de la gorra siguió mirando a los dos niños. El rubio era el ladrón y el moreno el policía. El moreno, además, tenía una pistola comprada en Asia, según decía, y su compañero le estaba esperando fuera con el caballo.

- Ayer en clase debatimos en qué medida afecta la economía a las relaciones personales.

- ¿Con Ochoa?

- Sí. Que por cierto, me suspendió el último examen.

- Pues yo creo que la economía determina las relaciones personales casi definitivamente.

El chico de la gorra se asombró.

- ¿Cómo puedes pensar eso? Yo creo que el dinero no es importante para quererse.

- Claro. Para ti es muy fácil.

- Mira, con lo que yo quiero a Sandra, por muy pobres que fuésemos, ningún…

- ¿Cuánto llevas con Sandra?

- Casi un año.

- Lleváis poco. Aparte no compartís gastos, ni vivís juntos, y vuestros padres tienen pasta.

- Bueno, mi padre tampoco tiene tanta pasta. El chico sin afeitar se giró hacia su amigo.

- Para empezar, tienes asistenta, y alguien que tiene asistenta, tiene dinero. Además, tu padre trabaja de 9 a 2, y el resto del día está disfrutando. Tu madre no necesita trabajar y está todo el día en casa. Tu hermana monta a caballo los fines de semana y tú te vas con Sandra a donde quieres en cuanto hay tres días seguidos sin clase. Aparte, tu padre tiene un apartamento en la playa y lo alquila durante los meses de invierno… Si quieres sigo.

- Qué va, mi padre vendió el apartamento ese.

El chico sin afeitar abrió los ojos un poco más durante un solo instante y sonriéndose irónicamente volvió a mirar al frente. Los niños ya no estaban en el parque.

- Imagínate que tu padre fuera camarero, y trabajase 10 horas diarias. Llegaría a casa, donde estaría tu madre, que vendría de currar del Caprabo más o menos las mismas horas que él, y entre los dos ganarían la mitad del sueldo que ahora mismo tiene tu padre. Llegarían a casa y tendrían a una hija de 15 años, con todos sus pájaros en la cabeza, y a un hijo de 23 a punto de acabar la carrera. En una universidad pública, por cierto, no en una privada como estás ahora. Aunque quién sabe, igual en una pública ahora no estarías en tercero.

- Bueno, bueno…

- ¿Crees que tus padres tendrían la misma paciencia que han tenido siempre con vosotros? Es más, ¿crees que estarían bien juntos? Si ahora mismo, con la de pasta que tenéis, y tus padres no se pueden ni ver.

- Eso es verdad.

- Pues súmale callos en las manos y en los pies, no poder irse de vacaciones en años, frustración, irrealización de lo que siempre han soñado: vivir mejor. Y lo peor de todo es que es imposible salir de ese círculo… Claro, después están las posibles salidas.

- Sí, el alcohol.

- Las drogas.

- La violencia de género.

- No me digas que tu padre…

- No, no.


El silencio se apoderó de la situación. Tanto el chico sin afeitar como el chico de la gorra se sumieron en sus propios laberintos mentales. Sólo una voz quebrada y opaca los sacó de su ensimismamiento.

- Chavales, ¿no tendréis un trozo de papel de plata por ahí, no?

Una yonki se les había acercado sin hacer ruido. Vestía unas ropas no muy gastadas, pero sí algo sucias. Su pelo estaba enmarañado de forma indomable, y sus párpados caían hacia abajo inevitablemente, formando entramados de piel con las ojeras. Los labios pintados y torcidos le daban un matiz grotesco a su cara. Despedía un olor parecido al del orín, pero mezclado con otros. Al chico de la gorra le pareció que olía a perro, y al chico sin afeitar, a restos de comida y ceniza. Fue el primero quien contestó.

- No, no tenemos.

El chico sin afeitar también habló.

- Yo sí que tengo -tanto el chico de la gorra como la yonki miraron al chico sin afeitar, que sacaba el bocadillo de queso de la mochila-. Tengo este bocadillo… envuelto en un papel de plata. Vamos a hacer una cosa: yo te lo doy, y tu te vas. Y luego, cuando estés sola, decides si te fumas el chino con el papel o te comes el bocadillo. Si te comes el bocadillo, habrás dado el primer paso para salir de la mierda, si no, seguirás en ella –y le entregó el bocadillo.


El chico de la gorra le diría después a su amigo que a la mujer le faltaba el dedo corazón de la mano derecha. La yonki permaneció como en estado de shock unos instantes, y dos lágrimas rodaron por su cara y cayeron al suelo. El chico sin afeitar le confesaría más tarde a su amigo que las oyó caer y romperse contra la arena. Los dos chicos se marcharon del parque con paso lento, dejando a la mujer paralizada con el bocadillo en la mano.

- Seguro que se come el bocata y después se pone a fumar en plata… -dijo el chico de la gorra.

- O no…

Los dos amigos se fueron a cenar juntos. El chico sin afeitar prometió afeitarse al día siguiente, a condición de que el chico de la gorra tirase aquella estúpida gorra. Ambos rieron y lo pasaron bien. Cuando el chico sin afeitar llegó a casa por la noche, se metió en su habitación directamente para no despertar a su padre. Esa noche se durmió recordando otros tiempos, en los que no era él quien hacía bocadillos de queso, sino su madre, porque decía que eran más sanos que los de chorizo. Recordó cuántas veces le había ofrecido el bocadillo de todos los días antes de salir de casa diciéndole: “Luego siempre hay hambre”. Recordó muchas cosas. Recordó incluso, justo antes de coger el sueño con una sonrisa en los labios, cómo de pequeño se quedaba dormido junto a su madre, acariciando lo que quedaba del dedo corazón de su mano derecha, el dedo que perdió cuando ella aún era joven, y vivía en el pueblo…

Fotografía extraída de elpais.com

El hombre que nunca se ponía nervioso


Esta es la historia de un hombre que nunca se ponía nervioso. De niño guardó la compostura el primer día de colegio, sin derramar una lágrima. Más tarde, ningún examen era capaz de alterarlo. Y poco más tarde, ninguna chica, ninguna cita, ningún amor lo había puesto nervioso. Cualquier contratiempo era incapaz de sacarlo de quicio. Su corazón latía al mismo ritmo desde que nació, y esto era algo, pensaba, para estar orgulloso.


Y este hombre, que alardeaba de su sangre fría como si fuese una virtud, se topó una mañana con dos ladrones. Uno de ellos sacó una navaja del interior de su chaqueta y le dijo que no se pusiera nervioso El hombre no se puso nervioso, lógicamente, y les entregó todo el dinero que llevaba. Se despidió de ellos con prisa por llegar a trabajar, aunque amablemente, incluso les dio la mano como si de cerrar un acuerdo se hubiese tratado.


Caminó presuroso por las aceras, pese a lo cual no se puso nervioso. Subió en el ascensor hasta el noveno piso, donde estaba su oficina, y pese a ver que llegaba veinte minutos tarde, no perdió la calma. Un compañero le comunicó que su jefe lo llamaba a su despacho. Sin nerviosismo llamó a la puerta tímidamente, y un grave adelante le instó a pasar. Su jefe lo invitó a sentarse mirandolo encorvado sobre el escritorio, y se dirigió a él diciéndole:- Hemos encontrado a una persona que se adapta mejor que usted al puesto. Queda despedido.


El hombre salió del despacho inexpresivo tras estrechar la mano de su jefe y darle un caluroso abrazo. Eran varios años los que llevaba trabajando en aquella empresa, y mientras su jefe decía algo sobre un finiquito, nuestro hombre cerró la puerta tras de sí. Recogió sus cosas de su mesa y abandonó las oficinas.


Salió a la calle y decidió desayunar. Intentó sacar dinero de un cajero, ya que todo el que llevaba se lo había entregado a los ladrones, pero en la pantalla aparecía, insistente, el mismo mensaje:


Tiene una deuda de 8000 euros


El hombre se extrañó, pero no perdió los nervios, y habló con la cajera de su banco. La mujer, una joves rubia de ojos marrones, desde detrás del cristal lo miraba con ojos brillantes cuando él le explicó por tercera vez el problema. La cajera pasó sus dedos ágiles por el teclado del ordenador que tenía ante sí, y le comunicó la fatal noticia:

- Señor, tiene usted una deuda de 8000 euros.

El hombre, cerró los ojos, los volvió a abrir y explicó por cuarta vez consecutiva:

- Eso parece. Pero yo no he podido gastar ese dinero porque nunca he tenido tanto dinero.

La mujer esbozó una leve sonrisa en el lado izquierdo de su boca:

- ¿Su mujer ha podido sacar dinero de su cuenta, quizá?

El hombre sonrió ampliamente mirándo sus ojos marrones cuando dijo:

- Eso es imposible, porque no estoy casado.

La mujer volvió a mirar el ordenador, y el hombre volvió a mirar a la mujer. Comprobó como su cara se volvía azul y amarilla al reflejar el brillo de la pantalla. Azul, amarillo... otra vez azul...

- El ordenador me dice que la deuda existe, y vienen todas las fechas en las que se ha extraído dinero. Si quiere se las digo.

- No es necesario. Es usted muy amable. Pagaré los 8000 euros, lo prometo, pero ahora no puedo, me acaban de echar del trabajo -la joven guardó silencio. Le parecía mentira que el hombre que tenía ante sí hubiera perdido el trabajo y tuviera que pagar 8000 euros, y aún así pudiese sonreirla de aquel modo. El hombre adivinó sus pensamientos-. Además, antes de llegar al trabajo, unos ladrones me robaron todo el dinero que llevaba. La mujer abrió unos ojos desorbitados.

- Así que no tiene usted dinero para comer...

- No lo sé. Lo que sí sé es que no tengo dinero para desayunar.

- Si quiere, mi descanso es dentro de quince minutos. Puedo invitarle a desayunar.

El hombre aceptó, y salió fuera del banco a esperarla. La observó detenidamente tras la cortinilla de la ventana mientras ella atendía a otros clientes. De repente, y de manera incomprensible, su corazón se aceleró. Comenzó a imaginar la vida de la chica con la que iba a desayunar unos minutos más tarde.

- Seguro que vive en las afueras, con sus padres, y está deseando salir de allí, pero no puede, claro, porque la vida está carísima, el alquiler de un piso no está al alcance de una cajera, y menos si vive sola, porque está claro que no tiene pareja, si tuviera no viviría con sus padres, y está claro que vive con sus padres porque esos pendientes se los han regalado ellos por su vigésimo octavo cupleaños, una chica tan guapa no puede tener tan mal gusto, pero sí que puede querer no herir los sentimientos de sus padres, por eso, esta mañana se ha puesto esos pendientes, y no se ha pintado los labios porque no le gusta el sabor que le deja despues de beber agua, y no fuma porque el olor del humo le recuerda a un novio que tuvo con el que acabó muy mal, adelgazó mucho y a punto estuvo de perder su empleo, ahora ya está mejor, ya es hora, porque han pasado casi dos años de aquello, no obstante no ha podido nunca más encontrarse agusto con alguien, hasta que he aparecido yo y la luz ha brillado al final del túnel, cuya oscuridad es mayor debido al tiempo que tiene que esperar el autobús hasta que llega a trabajar, a que sus hermanas ya se hayan casado y ella aún siga huyendo de los fumadores, y sus padres se lo echen en cara cada vez que quieren estar solos en su propia casa a una edad en que los padres necesitan estar solos, o al menos, lejos de los hijos...


Su corazón funcionaba tan deprisa que un dolor intenso se apoderó de él. Se estaba poniendo nervioso por primera vez en su vida, y era debido a la cajera de su banco. El hombre se sentó sobre la acera, y siguió mirando a la chica:


- Seguro que le gusta tomar zumo de naranja por las mañanas, y tumbarse boca abajo y que su chico se tumbe a su vez encima de ella, y el chocolate negro, pero no con leche, y los dibujos de Disney en lugar de los de la Warner, y el color negro, y llevar la ropa interior de colores diferentes, y hacer chistes sobre los curas, y trabajar por la tarde para no tener que madrugar, y amanecer lejos de casa, y la compañía de la luna cuando no hay compañía, y que le toquen el pelo cuando se queda dormida después de comer, y que la arropen por la noche, y las tormentas en verano, seguro que le gustan los perros, y las películas europeas en versión original, y hablar con los chinos que venden cerveza por la noche, y los niños, seguro que quiere tener hijos conmigo, y ponerles nombres extraños, como el suyo, que seguro que no es de aquí, y me lo va a tener que repetir dos veces, porque no me voy a enterar al estar mirando sus ojos, nunca unos ojos marrones me habían gustado tanto, nunca unos ojos, del color que fuesen, me habían puesto nervioso.


Y así fue cómo el hombre se puso nervioso por primera vez, tan nervioso que la chica tuvo que acompañarlo al hospital en un taxi que pagó ella. Durante el corto viaje, él iba haciéndole preguntas.

- ¿Te gusta Woody Allen?

- Prefiero a Jean Pierre Jeunet.

- ¿Y el zumo de naranja?

- Sólo para desayunar.

- ¿A que odias las tormentas?

- Bueno, en verano no me disgustan.

El hombre tuvo que parar de hablar para que el corazón no se le saliera por la boca, pero no dejó de sonreir en todo el trayecto. Tampoco perdió la sonrisa cuando lo examinaron los médicos de urgencias, ni cuando ellos se alarmaron, lo tumbaron en una camilla y lo metieron en un quirófano. Uno de los médicos le comunicó a la chica que esperaba fuera, que mientras duró la operación a corazón abierto, el hombre no paró de sonreir, ni siquiera cuando sus latidos se redujeron al pitido de una máquina, ni tampoco cuando un enfermero le aplicó tres descargas eléctricas para reanimarle. Ahora mismo puede estar en el depósito con la misma sonrisa, dijo el doctor, lo siento por su novio.Y así fue como nuestro hombre se puso nervioso y fue feliz por primera vez y al mismo tiempo.

Fotografía extraída de archivodiputados.gov.ar