viernes, 17 de abril de 2009

Dejar pasar la vida


Dejar pasar la vida. Al menos, dejar pasar la parte de la vida que carece de sustancia. Es como las horas previas al partido, o los anuncios antes de nuestro programa favorito: consiste en llenar el tiempo con actividades físicas o mentales hasta que llegue la hora H.


Lo único malo es que últimamente hay pocas horas H.

En estas cavilaciones me hallaba cuando se paró ante mí una niña con dos coletas. Me miraba como si no hubiera visto a otro ser humano en años. Se había detenido ante mí, y no movía un músculo, como si de una variante de escondite inglés desconocida por mí se tratara.

Sonreí. Ella frunció el ceño. Presa del temor por parecer un pederasta, miré al suelo. Recompuse el gesto, pensé no te dejes amedrentar por una niña de 7 años.

- ¿Qué pasa?
- Nada.

Y continuó mirándome con la misma expresión, quizá incluso más acentuada, de entre sorpresa y pánico. Reparé entonces en sus pendientes, dorados, de señora. Los habrá robado, pensé. Volví a hablar.

- ¿Por qué me miras así?
- ¿Qué pasa?, ¿no puedo?
- Es un poco molesto.
- ¿Quieres una ramita de yerbabuena?
- ¿Qué?

Me percaté en ese instante de que no había nadie más en el parque. Tan solo la niña y yo. Comenzaba a hacerse de noche. Una ráfaga de aire inundó mis ojos de arena. Me los froté maldiciendo mientras escuchaba las risas de mi pequeña interlocutora. Cuando volví a abrirlos de nuevo, me encontraba solo.

Miré detrás del banco, y tras unos arbustos cercanos. La espesa niebla me impedía ver con facilidad, y hube de dirigirme al centro del parque, donde se hallaban los columpios. Había una estructura de madera con forma cúbica de la que pendían tres sogas. Pensé que la industria de los columpios se estaba yendo a pique irremediablemente, me encogí de hombros, apuré de una calada lo que me estaba fumando, y encaminé mis pasos fuera del parque. Justo en la entrada, una anciana fumaba un ducados apoyada sobre el muro. Clavó sus ojos en mí desde que entré en su campo de visión. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó. Creí que planeaba pedirme uno cuando llegase a su altura. En lugar de eso, me sostuvo la mirada impertérrita. No pude reprimirme.

- ¿Qué pasa?
- Nada.
- ¿Por qué me miras así?
- ¿Qué pasa?, ¿no puedo?
- Vaya parque de locos.

Ya le había dado la espalda cuando escuché, por segunda vez en la tarde, el mismo ofrecimiento.

- ¿Quieres una ramita de yerbabuena?

Me di la vuelta sobresaltado y comprobé cómo la anciana me miraba con una sonrisa carente de algunos dientes y, por consiguiente, de belleza plástica alguna.

- Ajá. Ahora lo entiendo -me acerqué a ella-. La niña es su nieta.
- ¿Perdón?
- La niña, la niña de las coletas. Es su nieta, ¿no?

Pero la pregunta sobraba. Reconocí en las orejas de la anciana los mismos pendientes dorados que llevaba puestos la niña.

- Yo no he visto ninguna niña -retrocedí un paso y entonces, una mano huesuda surgió bajo sus vestiduras y asió con una fuerza desmesurada mi antebrazo-.

Comencé a forcejear y caí sobre un seto del parque. Me llevé la mano a las costillas, pues había caído sobre un armatoste, del que salía toda la niebla del parque. Era algo parecido a las máquinas de los megatrones de las discotecas, pero al ralentí.

Me puse en pie, sacudí mis ropas, y miré en derredor. Donde antes estaba la vieja, ahora se encontraba la niña. Me acerqué a ella despacio.

- ¿Quieres una ramita..?

No pudo continuar del sopapo que le arreé. La cogí por una de las coletas.

- ¿Dónde está?
- Ayyy. Auu, auuu, me haces daño.
- ¿Dónde está? -insistí con voz cansada.
- Ayy, ayy, para. En aquel cubo.

Con la niña aún agarrada del pelo, fui hacia los cubos de basura que me había indicado. Abrí uno de ellos y allí estaba la vieja, agazapada en su interior.

- Sal.
- Ay, Tristán...
- Sal, te he dicho.

La mujer salió del cubo de basura no sin dificultades. Una vez fuera, me miró con ojos alicaídos.

- Tristán, yo...
- Ni Tristán ni leches, mamá. ¿se puede saber quién es esta niña?
- La... la hija de la Conchi.
- ¿Y es necesario que montes este paripé, con la niña, el aparato de niebla, el maquillaje que te has puesto...? Porque es maquillaje, espero.
- Sí, sí...
- Y todo esto, déjame adivinarlo... ¿es para decirme que no deje la vida pasar? O sea, ¿la performance de la vieja y la niña que en realidad son la misma persona, es una metáfora para que reflexione sobre el sentido que le estoy dando a mi vida? ¿Para que no fume porros los viernes por la tarde?

Mi madre asintió mirando al suelo.

- ¿Me puedo ir ya? -dijo la niña, todavía asida por mí, mientras pataleaba en el aire.
- Sí -dije soltándola-. En cuanto a ti, mamá... creo que tienes demasiado tiempo libre.

Desde entones, todos los viernes, santos o no, voy a comer a su casa, y por la tarde, jugamos al ajedrez.

Fotografía extraída de fisterra.com

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