domingo, 26 de abril de 2009

Javier y Ambrosio

Como tantas mañanas, me desperté antes del alba, desvelado por los sollozos que provenían del resto de celdas. De la nuestra, nunca, durante el tiempo en que estuvimos dentro, pudo nadie escuchar un solo lamento. Al contrario, era cotidiano oírnos reír, o entonar alguna canción durante la noche, entre susurros, para no alertar a los vigilantes. Alcé los ojos y ahí estaba Ambrosio, despiojándose. Sentado sobre un extremo del camastro que compartíamos, se había quitado la camisa ajada y mataba uno a uno los piojos que iba encontrando. Con el tiempo, nos acostumbramos a la convivencia con los insectos: todos los que habitamos la 2ª galería del Penal del Puerto de Santa María a finales de los años 30 terminamos contagiados. Meses después, se extendió por toda la cárcel el piojo verde, una variedad del mismo animal, que los funcionarios trataban de neutralizar a base de zotal, hasta dejarnos la piel en carne viva. Ambrosio y yo teníamos la misma edad, aunque él parecía varios años mayor que yo. La calvicie iba apoderándose de su cabeza, y las arrugas surcaban su rostro con más profundidad que el mío. Es porque me río más que tú, solía decirme. A pesar de todo, Ambrosio seguía empeñado en despiojarse a mano. Pero, aquella mañana, había algo más en el rostro de mi camarada. Apretaba los labios fuertemente,y contraía la nariz como un jabalí, mientras acababa con los insectos poco a poco. Lo observé en silencio unos segundos, puede que un minuto completo, sin que él advirtiese que me había despertado. Los dos estábamos condenados a muerte. Cada noche fusilaban a decenas, cientos de presos políticos, como nosotros. Ahora, en la 2ª galería, las torturas habían finalizado -aunque los presos que acababan de llegar, lacerados, procedentes de otros módulos, aún gimoteaban días enteros-, pero cualquier mirada, cualquier abrazo, cualquier gesto podía ser el último.
- Buenos días, Ambrosio -dije, incorporándome.

- Buenos días -hizo un intentó por cambiar la expresión de dolor de su rostro, pero fue en vano.

- ¿Matando piojos?

- Los que se dejan.

- ¿Por eso pones esa cara?

Sólo pudo mirarme con los ojos más tristes que he visto en mi vida.


Comíamos en la misma celda, en una bandeja de hierro que contenía un caldo de verduras aguado y un amasijo de pan que rasgaba el cuerpo por dentro cuando lo ingeríamos, pero aún así esperábamos con ansia nuestra ración. Pasábamos los días en aquella celda, tan sólo nos dejaban salir una hora por las mañanas. Al cabo de pocos días, Ambrosio decidió no acompañarme al patio.

- Todavía tengo sueño -mintió.

Le costó admitir que estaba enfermo. Vivíamos en condiciones tan precarias, nos habían humillado tanto y de tantas formas, nos habían herido, nos habían condenado a muerte. Pero nosotros, Ambrosio, y yo, y los que estábamos encarcelados por motivos políticos o ideológicos, teníamos la obligación moral de no bajar los brazos, de no decaer. De no sucumbir a sus torturas, de no venirnos abajo. Y admitir que la enfermedad ha hecho mella en nosotros es el primer paso antes del final.


Ambrosio yacía en el camastro, con un jirón de mi camisa empapado en agua sobre la frente, los ojos entornados, el cuerpo ardiendo. El funcionario se acercó por el pasillo con nuestra bandeja de comida.

- ¿Ése por qué no se levanta?

- Está enfermo, y no hay plazas en la enfermería -el hombre frunció el ceño, pero depositó la comida en el suelo y se marchó. Medité unos instantes, y antes de que hubiera desaparecido, llamé de nuevo al guardia. Le ofrecí mi reloj de plata a cambio de que consiguiera una plaza para Ambrosio en la enfermería. Nunca más volví a verlo, ni a él ni al reloj.


Mi camarada solía tener pesadillas. A menudo me despertaba con sus delirios, provocados por la acuciante fiebre que lo asolaba. Yo intentaba calmarlo, y muchas veces lo conseguía. Al cabo de una semana, la boca se le llenó de llagas, y apenas podía articular sonidos inteligibles. Era evidente que teníamos que hacer algo pronto. De repente, apareció el funcionario turno con la comida. Llevaba varios días cediéndole mi ración a Ambrosio, para que se recuperase antes. Cuando el guardia asomó su bigote entre las rejas, le pedí:

- La mía y la del enfermo.

- Como siempre...

- Perdone, ¿es posible que lo vea un médico? Casi no puede hablar, tiene fiebre desde hace días, le cuesta caminar.

- Las plazas están cubiertas, no hay sitio en la enfermería.

- El doctor Sánchez está en la cuarta celda, él mismo puede echarle un vistazo.

Pero el funcionario se dio la vuelta y nos abandonó en la oscuridad. Una lágrima rodó por mi mejilla cuando escuché a mis espaldas la voz amortiguada por las llagas de Ambrosio dándome las gracias.


Una noche, mientras dormía en el suelo -le había cedido el camastro por completo a Ambrosio-, escuché cómo hablaba en sueños. Repetía el nombre de su mujer una y otra vez, y movía la cabeza de un lado a otro.

- Ambrosio -traté de calmarlo-, tranquilo. Ambrosio...

Pero aquélla fue su última pesadilla. Le cerré los ojos, lo cubrí con la manta hasta el cuello. Ninguno de los dos creíamos en dios, así que, en lugar de rezar, entoné entre llantos una de las canciones libertarias que solíamos cantar cuando éramos libres. A la mañana siguiente, como cada día, el funcionario nos trajo la comida. Antes de que pudiera hablar, el tipo escupió:

- La tuya y la del enfermo, como siempre, ¿no?

- Sí -dije instintivamente.

Y me quedé a solas, con los dos platos de comida. Y mi amigo muerto a mis espaldas.


Sé que fue ruin, mezquino, inhumano, deplorable. Digno de un enfermo. Pero la sola idea de tener doble ración de comida todos los días aumentó el plan que, involuntariamente, acababa de trazar. Cubrí a Ambrosio con la manta hasta dejar a la vista únicamente los ojos cerrados, y coloqué el paño extendido sobre la frente. Empujé el camastro hasta colocarlo al fondo de la celda, entre las sombras. Después devoré mi pan como un perro, sorbí el caldo, mastiqué con vehemencia un trozo de rábano manido. Después, entre lágrimas, hice otro tanto con la ración de Ambrosio.


Al cabo de cuatro días, la celda desprendía un fétido hedor que había llamado la atención del resto de presos. El guardia de turno, que apareció con la bandeja de comida, dio parte al Director de la prisión. Al poco, tres funcionarios acudieron con mascarillas, un cubo de agua y un pulverizador de zotal, y descubrieron a Ambrosio muerto.


Ésta, y sólo ésta, es la verdadera razón por la que me encuentro encerrado aquí, en este manicomio. Nunca podré vivir con la culpa de no haber dado, como merecía, sepultura a mi amigo, mi camarada. Mi hermano. Así sucedieron los hechos, madre, no como te ha contado la policía. Aún así, hoy termina nuestro sufrimiento, el tuyo y el mío. Y no quiero lágrimas. Acción es lo que necesita la juventud y la clase obrera.


¡Que seas feliz!


Javier


Nota de suicidio hallada junto al cuerpo sin vida del interno 216.499, en el Hospital Psiquiátrico de Madrid.


La fotografía está extraída de baixaki.com.br
El texto está inspirado en el libro Decidme cómo es un árbol, de Marcos Ana.

1 comentario:

R. dijo...

Me mola la historia, loco


saludos