viernes, 17 de abril de 2009

De noche





"Ya hemos tocado el fondo del retrete... y ahora sólo hay que escarbar en la loza"
Juan Manuel Ruiz


Hay fines de semana en que me empeño en autodestruirme. Bebo y lloro, vomito y grito tu nombre. Creo que hasta ayer, no sabía por qué lo hacía, no alcanzaba a compender por qué tanta insistencia en perder la lucidez, la vergüenza y, por qué no decirlo, incluso la consciencia. Pero ayer volvió a pasar. Sí, ya lo sé. La última vez que pisé una discoteca me juré no volver a hacerlo, pero huyendo de las procesiones, los recuerdos mortificantes y de mí mismo, que también tengo lo mío, allí me encontraba de nuevo, entre Umas Thurman, Alaskas y Johnnys Depp fotocopiados.

En efecto, el alcohol no avisa. Por lo menos, a mí. A lo mejor es falta de comunicación entre nosotros. Sería más educado por su parte que, un suponer, al cuarto cubata, me susurrase te estás pasando; al quinto me dijese deja de beber; y al sexto me arrebatase el vaso de la mano y me gritase cruzado de brazos mírate al espejo. Pero no, es un traidor, ataca de golpe, me descarga la batería en cuestión de segundos. Estaba hablando tranquilamente, y de pronto lo noté llegar. Un sudor frío me bañó la frente, y las rodillas me temblaron. Hice rápidos cálculos (porque no sé si será a mí sólo, pero en estos lances, a pesar de quedar físicamente anulado, mi cerebro rige con toda lucidez): el abrigo está en el ropero, no me da tiempo a cogerlo y salir del garito; mis amigos están hablando con unos tipos que parecen sacados de la película El Cristal Oscuro y las posibilidade de que me ayuden son muy escasas; el baño está muy cerca, y no parece haber mucha gente.

Así que, tomada la decisión, encaminé mis nada ortodoxos pasos hacia los aseos. Como había aventurado, no hube de esperar demasiado hasta que uno de ellos se vació, y una vez me hallé dentro y hube cerrado a mis espaldas la puerta, dejé que mis rodillas se doblasen y mi cuerpo se derrumbara sobre el charco pestilente en que se había convertido el suelo a aquella hora de la madrugada.

Y fue precisamente en ese instante cuando ocurrió. Recostado contra la puerta, las piernas abiertas como un paréntesis que encerraba la taza del váter, un charquito de vómito marrón a mi derecha sobre el gran charco amarillento, los ojos vidriosos clavados en la cisterna. No se puede caer más bajo, pensé. Recuerdo que sonreí, ya digo que no dejé de ser consciente de lo que ocurría. En ese momento comprendí por qué lo hacía, por qué dejaba que mi vida se desplomara ladera abajo mientras yo hacía la foto desde arriba. Lo hacía como una maniobra de distracción, como el que se pellizca un brazo para olvidar que le duele el estómago. Mientras me mantenía ocupado vomitando por los lavabos de medio Madrid, olvidaba el verdadero motivo de m tristeza. Y, si me veía como a un auténtico desgraciado, en el fondo pensaba que me lo merecía. Y si después necesitaba animarme, pensaba que, cuando no puedes caer más bajo, cuando lo has perdido todo, cuando tu tiempo ha acabado y además piensas que lo tienes merecido; cuando estás lleno de mierda -o de orina-, algo te dota de cierto poder. De una fuerza inusitada que sale de adentro, quizá producto de una fusión con la parte más sucia, esencial y escondida de ti mismo.

Después pasaron varias cosas: un portero consiguió entrar en el baño (a duras penas, ya que al encontrame yo apoyado contra la puerta, la tarea fue bastante ardua) y, tras una breve conversación que no acierto a reproducir con exactitud, en la cual salió a relucir mi madre, consiguió el empleado de la discoteca vencer sus prejuicios y recoger del suelo mi maltrecho cuerpo semi inerte empapado en orín. Sujetándome entre sus manazas, me sacó del lugar (para lo cual hube de subir tres tramos de escaleras y cruzarme con decenas de personas, para vergüenza mía y entretenimiento de ellas, pese a tratar de esconder la cabeza como los presidiarios al entrar al juzgado) y me sentó en un portal. Para mi sorpresa, el sujeto me preguntó si tenía algo en el ropero, a lo cual yo contesté tendiéndole el ticket. En cinco minutos, me hubo subido la chupa, y no sólo eso, sino que me la puso por los hombros en un gesto que le honrará toda su vida. No sé si ahora el gremio pasa más controles de calidad, si realmente no era un portero sino mi ángel de la guarda, o si simplemente le di pena, pero lo único que le faltó fue buscarme un taxi, cosa que tuve que hacer yo mismo.

Al llegar a casa volví a vomitar, y como no había nadie que me pudiera oír, también lloré, repetí tu nombre y dejé que resonara en el eco del baño hasta que me quedé dormido.

La fotografía está extraída de telefonca.net

2 comentarios:

Bego Paredes dijo...

nadie merece la pena tanto como para no dejarte disfrutar por su culpa, cuando eches la vista atras te jodera el haber repetido ese nombre que ya lo unico que hace es eco en tu cabeza.quitate el peso de encima, respira, mira hacia arriba cuando le imagines, y sé egoista: piensa en ti.

Anónimo dijo...

Toda la razón. Rebosa sabiduría, cosa loca