jueves, 21 de mayo de 2009

Muerte

A veces, es difícil comprender el final de un ciclo.

Yo, que conocía la existencia de la muerte, nunca la había visto de cerca. Me habían hablado de ella, yo había compuesto su rostro mezclando impresiones ajenas y vaticinios propios, pero nunca tuve la certeza real de lo que era capaz. Hasta el año pasado.


Desde hace varios años, ir al pueblo ya no significaba hallar la libertad, como ocurría cuando teníamos 15 años. Por aquel entonces éramos libres, no había toque de queda, los veranos se sucedían como los capítulos de un cuento al que miramos de canto y todavía vemos gordo. Pero aquello acabó, las chicas del pueblo ya no eran tan guapas, la diarrea era más aguda después del boellón con garrafón, los amigos que vivían en otras ciudades, como nosotros, cada vez se dejaban ver menos. Ya sólo íbamos cuando no quedaba más remedio, y comprobábamos con ojos tristes que los niños ya no juegan al fútbol en el polideportivo, que nuestros amigos de allí ya casi no nos conocen, que ya no tienes edad para hacer botellón en la ermita, ni para imitar a Chayanne en la discoteca, que no conoces a la gente joven que hace lo que tú hiciste a su edad. Y que los abuelos se marchitan.


Y una mañana, el teléfono sonó demasiado temprano. A la carrera me duché, me vestí y acerté a meter algo de ropa limpia en una maleta. Tomé un taxi hasta la Estación Sur, donde me encontré con mis primos: él parapetado tras sus gafas de sol; ella, tras su pelo y sus palabras. Y los tres hicimos uno de los viajes más tristes de nuestras vidas, aunque no hablásemos del tema, e incluso a veces, nos riésemos a carcajadas.


Y ya en el pueblo, llantos amargos, antiguos. Ayes, lamentos, recuerdos. Olor a incienso, vecinas. Curas, una gran caja, más llantos. Rabia hacia los curas, paseo hacia el cementerio. De vuelta, comida en familia, pero ya nada volvió a ser igual.


A veces es difícil comprender el final de un ciclo, y otras no queda más remedio. Lo peor de conocer a la muerte de cerca es precisamente eso, que ya no se va. Ya estás seguro de que existe, y pronto les tocará a otros -¡y a otras!-, y será todavía más duro. Y es inevitable imaginar cuando venga a por ti, y sean otros los que te lloren, te recuerden, te elogien, lleven tu caja a la vista de todo el mundo, sientan rabia hacia los curas y se emborrachen en tu nombre.


Mañana volveré a coger un autobús solo, y haré el mismo camino que aquella mañana. Y me da un poco de miedo.


Fotografía extraída de organizados.blogsome.com

2 comentarios:

R. dijo...

Bueno, ánimo, tío. Hay viajes que son, en realidad, un periplo por uno mismo. A mí me tocó hacer ese trayecto a principios de año. Murieron dos familiares míos. Se pusieron de acuerdo, vaya.

Muchas preguntas, y pocas respuestas. Y sobre todo miedo, rabia, llanto. Y el cura pasando el cepillo.


Perra vida. Perro mundo.



Un abrazo.

Tristán dijo...

Lo peor es que, en mi pueblo, internet aún es un "invento de la ciudad".

Lo mismo decían de la cocaína, y ahora se ponen como ministros...

País.