jueves, 14 de mayo de 2009

21 años

Hubo un tiempo en que todo giraba alrededor de un balón, unos hamsters y unos cuentos de Barco de Vapor de color naranja, aunque los recomendados para su edad eran los azules. Su madre sólo vivía para él y sus palabras eran la única verdad sobre la faz de la tierra. Ni siquiera había llegado a plantearse nunca por qué motivo sólo estaban su madre y él, por qué faltaba su padre. Aquel niño se había criado sin padre lo mismo que otros niños se crían sin play station, y no había resultado traumatizado. No le importaba que su madre evitase el momento de hablar del tema, y comprendía a la perfección que fuese una situación incómoda para ella. Además él sabía cuándo no debía molestar.

El tiempo pasó lentamente, como pasa el tiempo cuando somos pequeños, y un buen día, el niño, ya con 15 años, intentó dar con el teléfono de su padre. Lo buscó en la guía, y una tarde se decidió a llamar. Después del cuarto tono siempre salía la misma voz encarnada en un contestador, demasiado grave para ser de mujer, y demasiado aguda para ser de hombre. El chico probó también a llamar al día siguiente, y la misma voz inexpresiva lo volvió a invitar a dejar un mensaje. Él volvió a rechazar la propuesta. Lo que no puedo evitar fue imaginarse a su padre. Intentó hacer un dibujo inspirado en viejas fotos y una cinta de VHS, coloreado con lo que le habían contado algunos familiares, y con la voz que había escuchado dos tardes seguidas por teléfono.


El verano pasó de forma fugaz, como pasan los veranos cuando somos pequeños, y nuestro amigo no faltó a su cita con el teléfono ni un solo día. Únicamente una vez se atrevió a dejar un mensaje: "soy yo". No pudo decir la palabra papá porque le parecía extraño pronunciarla por primera vez después de quince años.Los veranos siguieron pasando... Es curioso cómo varía la percepción del tiempo dependiendo de la edad que tengamos. Un día, precisamente cuando nuestro amigo cumplía 21 años, sin saber por qué, volvió a recordar aquel verano en el que, en cuanto se quedaba solo en casa, marcaba el número que había extraído de la guía y escuchaba aquella voz. Y esa misma noche se atrevió a llamar de nuevo. Sonaron cuatro tonos... y un quinto. Y la misma voz del contestador habló para decir algo distinto a lo que nuestro amigo escuchó aquel verano, el verano de sus 15 años.

- ¿Sí?

El chico experimentó el más acusado nerviosismo de su vida, y se escuchó decir:

- ¿Está Luis?

Tras un silencio, la voz dijo:

- ¿Luis? ¿Qué Luis?

- Luis... Pérez.

- ¿Quién lo pregunta?

El cerebro del joven pensó: tu hijo. Su boca pronunció:

- Un buen amigo.

- Lo siento, pero el señor Luis murió hace cinco años en un accidente.


En ese instante el mundo se paró. Nuestro amigo no sabe cómo, pero a los pocos a los que cuenta esta historia, les dice que miró por la ventana y los autobuses rojos estaban quietos. La gente que cruzaba la calle se había quedado inmóvil. El reloj de su cuarto marcaba las 21:49 irremediablemente.

- ¿Sigue ahí?

Sólo cuando comenzó a hablar, nuestro amigo pudo ver cómo los cláxones resonaban de nuevo sobre el asfalto, y su reloj daba las diez menos diez. Pensó: diez menos diez no es nada.

- Sí... lo siento, me ha impresionado.

- Lo comprendo. Yo soy su mujer, ¿le conozco?

De nuevo el ruido de la calle cesó y el tráfico volvió a detenerse. Una vez más, cuando volvió a hablar, las cosas volvieron a la normalidad.

- Me temo que no... Es sólo que tenía algunas cosas para él, y preferiría que se las quedara usted.

La mujer tardó en contestar pero finalmente accedió. Le dio su dirección, que quedaba en la otra punta de la ciudad, y el chico se dirigió hacia allí con una mochila. El tiempo que pasó viajando en metro le pareció increiblemente corto.


Llegó ante el portal, y llamó al timbre. La puerta se abrió con un graznido sin que nadie contestase al telefonillo. Subió las escaleras hasta el tercer piso, y se acercó a una puerta entreabierta. Llamó prudentemente con el dorso de la mano, y una señora de unos cincuenta años apareció en el marco mirándolo como si no esperase su visita. Finalmente dijo con voz grave:

- Te imaginaba más mayor, ¿cuántos años tienes?

Cuando iba a contestar, percibió cómo el rictus de su anfitriona se congelaba. Abrió la boca para decir su edad, pero se contuvo. Miró su reloj y el tiempo estaba, una vez más, detenido. Sin tocar a la mujer, la rodeó, y se adentró en su casa. Avanzó por un pasillo y llegó al salón, donde contempló las fotos de la pared, y las estanterías, y las mesillas... En ellas vio a su padre y a aquella mujer, bastante más jóvenes. Calculó que deberían tener unos treinta años. Echó cálculos y concluyó que por aquellas fechas, él mismo debería haber nacido ya. Dedujo que su padre estaba casado con otra mujer, la que le había abierto la puerta, y no con su madre. Abrió la mochila y dejó encima de la mesa la cinta de vídeo y las fotos en las que su padre aparecía solo. Volvió a sortear el cuerpo inerte de la mujer, y salió a la calle. Hizo el camino de vuelta andando, admirando cómo las personas eran estatuas, cómo ningún reloj osaba avanzar. De camino a casa fue pensando en todo. Se dio cuenta de que había estado imaginándose la vida de un muerto. Se dio cuenta de que su padre ni siquiera supo que tenía un hijo, de que su verdadera vida estaba lejos de su madre y de él.


Se sintió como si de repente supiera lo que es una play station, y nunca hubiera podido jugar con una. Se sintió idiota, y desgraciado, en medio de la Gran Vía. Se paró en seco. Caminó hasta ponerse ante un autobús y sólo entonces dijo:

- Veintiún años.


Fotografía extraída de anaisay.wordpress.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

mis barco e vapor so rojos y naranjas. supongo q la edad m delata,jaja.bgo.