martes, 8 de febrero de 2011

Microenamorarse

No puedo decir que desde que se fue soy más feliz. La felicidad es una forma de ser: o lo eres, o no. No depende de un placer, una situación, ni mucho menos de una persona. Me podía haber ahorrado mucho insomnio si me hubiese dado cuenta antes, no lo niego.

Hay un fenómeno que experimento demasiadas veces desde que se fue. Lo he bautizado como microamor. Monto al autobús, y me microenamoro de una chica que sube con once bolsas de la compra. Me microenamoro de dependientas de mirada baja y manos rápidas, de mujeres que discuten con sus novios por teléfono y durante una décima de segundo me miran pidiéndome auxilio, de compañeras de ascensor cansadas que evitan mis ojos a través del espejo. Dura un instante, y bastan un par de detalles. Una nariz, un rizo, un gesto.

Sé que no son para mí, que nuestras vidas se han cruzado milimétricamente para separarse de manera diametral después. Manipularlo es estropearlo, dominarlo es perderlo. Sé que no compartiremos nada más, apenas una sonrisa, un viaje en bus o un a qué piso vas. Y basta con eso.

Sin embargo, algunas veces el microamor se agranda un poco, porque estamos acostumbrados a enamorarnos del todo. Y nos atrevemos a dar un paso más. Y el microamor dura una noche, o una semana, pero siempre permanecerá suspendido en el tiempo, entre paréntesis, será un recuerdo, una foto clavada en el corcho, o en el Facebook, o en el corazón de alguien. Precisamente porque el microamor no desea ser grande, su grandeza se realiza plenamente.

Esta es la belleza del microamor, la grandeza de lo pequeño.




No hay comentarios: